El Shujing es un famoso libro de la literatura china que contiene una célebre fábula sobre el Yu Gong, un anciano que quiso deshacerse de dos montañas cercanas a su casa que le impedían el paso con la sola fuerza de sus manos. Dice la leyenda que los dioses de las montañas, conmovidos por el esfuerzo titánico del anciano, decidieron enviarle unos ángeles para que pudiera terminar tan majestuosa obra. Al dirigente comunista chino Mao-Zedong le gustaba contar esta fábula para ilustrar su visión del voluntarismo revolucionario, el que le había permitido superar las duras penalidades de la llamada larga marcha en su lucha contra el ejército nacionalista chino. Con esta fábula Mao quería ejemplificar que no hay prueba, por dura que esta fuera, que se pudiera interponerse entre el revolucionario y su objetivo final: la conquista del poder a toda costa.
En la tarde del sábado 1 de octubre de 2016 Pedro Sánchez Pérez-Castejón presentaba su dimisión como secretario general del partido socialista obrero español, tras rechazar el comité federal de su partido la propuesta de celebración de un congreso federal extraordinario que avalara sus tesis de conformación de un gobierno alternativo al partido popular. Al igual que Mao, que durante 370 días tuvo que recorrer una distancia de 12.500 km huyendo del ejército nacionalista de Chiang Kai-Shek, Pedro Sánchez también tuvo su particular travesía del desierto, en la que preparó su vuelta a la secretaría del partido socialista sobre la base de un relato de enfrentamiento fratricida dentro de su propio partido. Frente a los derechizados barones de su partido, Sánchez y los suyos oponían un relato de oposición frontal a la derecha y sus políticas. Frente al gobierno oligárquico de los aparatos del partido, Sánchez prometía una verdadera democracia para sus bases quienes podrían elegir en libertad el destino de su propio partido y después del país, sin la tutela de poderes fácticos que se impusieran a la voluntad de sus propios militantes. Éste discurso del odio hacia el propio partido, al que se considera culpable de desviacionismo con respecto al ideal revolucionario al que está llamado, también recuerda a otro episodio de la vida de Mao y que se conoce con el nombre de la revolución cultural.
Después del fracaso del llamado gran salto adelante en la década de los 50’s, un intento tan cruel como inútil de acelerar la industrialización del gigante asiático, Mao, forzado por su propio partido, se vio obligado a ceder protagonismo y a sumir una función simbólica en la dirección de su partido. Una personalidad, tan criminal como ególatra, no podía aceptar que su visión de la llegada inexorable del comunismo estuviera abocada al fracaso, de ahí que siempre albergara un odio enconado hacia aquellos cuadros del partido, comandados por su segundo Liu Shao-Qui, que habían osado discutir su estrategia para la construcción de la utopía socialista. La revolución cultural no fue más que una maniobra de Mao para instrumentalizar a sus bases contra aquellos miembros del partido que él consideraba sus enemigos. Pedro Sánchez aplicó el mismo relato victimista de Mao en el PSOE, un relato lleno de falsas acusaciones de traición al partido por parte de sus enemigos políticos, de supuesta infiltración de elementos derechizantes en el discurso político de su formación, todo ello con el indisimulado objetivo de alcanzar el poder absoluto primero dentro de su formación política y después, si la fortuna en el sentido que la usa Maquiavelo en El Príncipe lo permite , en el país.
El discurso de Sánchez, una amalgama de la bisoñez del sesentayochismo, caduco revanchismo social y voluntarismo revolucionario leninista, es tan endeble como peligroso. Sólo un partido en el que la selección negativa ha hecho tremendos estragos puede seguir los cantos de sirena de un discurso tan demagógico que es tan autodestructivo para su propio partido, como lo sería de aplicarse al gobierno de España. El PSOE como buena parte de la sociedad española y mundial es hoy presa de lo que yo denomino síndrome de “sociedad del peluche”. Una suerte de reacción infantilizada ante todo lo que cuestiona nuestros valores y creencias, ya sea el terrorismo islamista, el surgimiento de movimientos populistas, las crisis migratorias o los inexorables cambios económicos derivados de la globalización. El racionalismo cartesiano ha dejado paso al sentimentalismo posmoderno, donde la racionalidad es etiquetada de neo-liberal, instrumental e inhumana, en la línea de la filosofía crítica de la escuela de Frankfurt. Por eso no debe sorprender que el militante del PSOE, enfrentado al desafío de la obsolescencia del ideal maximalista de la social-democracia revolucionaria, haya preferido mirar hacia otra parte y secundar un relato de odio hacia su propio partido tan endeble como infantilizado.
Periodista, licenciado en Derecho y crítico de cine.
Deja una respuesta