Decíamos en el artículo anterior que el altruismo, sea social (solidaridad) o sea individual (caridad), para poder denominarse como tal ha de ser, principalmente, voluntario. Esto es así porque no existen las buenas acciones obligatorias, es un contrasentido por definición. Eso, simplemente, es cumplir la ley (siquiera sea fiscal).
Etológicamente, el altruismo tiene una característica añadida muy poderosa, y es que antropológicamente los humanos tendemos a otorgar poder a aquellos que nos provisionan. Desde el gorila que desparasita a sus súbditos pero que luego espera complicidad en sus mandatos a los caciques que agasajan con migajas a sus vasallos. Hay una delgada y perversa línea entre una mutualidad tácita para desgracias entre individuos libres y responsables y la sumisión psicológica al proveedor. El individuo realmente emancipado debe saber diferenciar entre los recursos que le son otorgados TRAS su desgracia, y que de alguna manera le corresponden en un sistema intrínsecamente solidario, (ya que en otras circunstancias los papeles serían inversos) de aquellos que un intermediario artificial provee PREVIA extracción coactiva. La deuda moral que genera la solidaridad es con el resto de la sociedad y no con un ente o grupo que se arrogue su titularidad. Son sistemas radicalmente distintos.
El estado que se apropia del altruismo forzará esa sumisión y nos querrá en régimen de supervivencia, ya que toda la productividad más allá de la simplemente necesaria para estar en unos parámetros de morbididad y mortalidad optimizados, deberá ser detraida bajo la excusa de que es para su reparto más “justo” (que por cierto, que las ayudas estén basadas en el reparto y no en el ahorro como pasa con la solidaridad da para otro artículo). Y oye, puedo entender esa dialéctica, pero al menos que no tengan el cuajo de justificar que dicha sociedad estará basada en el altruismo de sus ciudadanos. Que alguien pague alegremente sus impuestos no le hace buena persona, solo le hace buen vasallo.
Obviamente, igual de onírico es pensar que todos los ciudadanos mutarán expontáneamente para exhibir una moral carente del altruismo, como pensar que los gobernantes harán lo mismo para convertirse en los ángeles de profunda sabiduría que repartirán de manera absolutamente desinteresada, antropológicamente perfecta y socialmente justa, si es que ese término puede adjetivarse sin que Dice nos arrase con su ira.
El carácter de las ayudas estatales es de obligatoriedad universal en su provisionado, y debe ser reglado y universal en su librado. Están normalizadas según un código moral político arbitrario. Gente con capacidad y recursos puede optar “injustamente” a recibirlas simplemente por atenerse a su literalidad. O viceversa. Aspiran a sustituir perversamente a la solidaridad, usurpando su carácter voluntario, endémico y circunstancial, y amputan al ser humano de una de sus características sociales fundamentales, el compromiso de provisionar los recursos para aplicarla, de proveerla libre y discrecionalmente y evaluar, de forma personalizada y subjetiva, si corresponde, lo que los demás aportan. Y lo peor no es que rompe un lazo troncal de la comunidad, sino que afecta a la propia identidad moral del individuo. Porque, después de haber aportado más de la mitad de tu renta a mutualidades que incluyen la atención a los no cotizantes, de soportar cargas impositivas en ayudas a dependencia, a vivienda, a la integración… después de ver tus excedentes consumidos y de que la otra mitad apenas dé para automantenerse hasta el punto de casi necesitar de aquellas ¿qué justifica observar con los desgraciados la solidaridad o, peor aún, la caridad? ¿qué argumento moral puede reprochársele a alguien que abandona a su suerte a su semejante, cuando él mismo está al borde de la supervivencia?
Y es que al final el Estado no comporta una moral humana, mejor o peor, sino una red de intereses diseñada para autosustentarse, según un instinto primate del poder. Por contra, la solidaridad
constituye un esquema de mercado en el que el altruismo humano va cubriendo las diferentes necesidades y patologías de la desgracia. Allí donde aparece una necesidad es evaluada en términos “mercantiles” de beneficio y coste/oportunidad altruista. No hay desgracia sin agentes dispuestos a cubrirla. En un sistema de ayudas, el Estado carece de información para organizarlas igual de óptimamente, como pasa en un mercado intervenido, y esto ni siquiera lo arregla su plurificación a todos los estratos administrativos (desde el Estado Central a la más mínima administración o institución pública). La absoluta arbitrariedad e incluso contradicción de todos esos tentáculos del Estado conforman un archipiélago de gasto cuyo sobrecoste asociado es ingente, y peor aún, por ineficaz, inmoral.
El primer hito de un gobierno liberal sería recentralizar las competencias en ayudas de todas las administraciones para posteriormente cederlas de vuelta a la sociedad civil, y eliminar con ello el poder que no demana de la ley sino de la sumisión.
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