La economía española vuelve a crecer, pero eso no está sirviendo para disolver nuestra crisis institucional. Muy al contrario, el incipiente crecimiento económico -sólo superado en Europa por una Irlanda que cerrará el año con un crecimiento del 6% de su PIB- parece estar sirviendo de excusa para entonar un sostenella y no enmendalla. En este año electoral, que culminará el próximo 20 de diciembre con las elecciones generales, es más necesario que nunca defender el pacto constitucional, atacado tanto por el populismo como por el nacionalismo independentista. Pero hay que ser conscientes que las soluciones no pasan por el inmovilismo.
Ante la evidencia de que ese pacto constitucional es ley muerta para una gran mayoría, la voluntad de derribarlo por populistas e independentista es una invitación a recrear la vida que lo hizo posible, un acicate para escuchar y avanzar en la configuración de un Estado no ensimismado, más abierto, poroso, reducido y volcado en el desarrollo de la libertad individual de los ciudadanos. Revivir la experiencia que hizo posible el pacto constitucional, exige avanzar en nuevas formas de participación política, para hacer esta más libre y abierta, como elemento coadyuvante para transitar del Estado del Bienestar a la sociedad del Bienestar.
La crisis nos ha enseñado que es necesario cambiar de modelo, que los artificiosos niveles de ingresos públicos -con los que parecía que el bienestar alcanzado era sostenible- no volverán a menos que se aumente el ya de por sí elevado esfuerzo fiscal que soportamos, o sigamos incrementando el desmesurado endeudamiento público que va camino de ser heredado por nuestros nietos. Pensar y sostener que la recuperación económica logrará revertir esa realidad, es hacerse las trampas al solitario propias de quien sólo piensa en las próximas elecciones.
El primer paso en ese camino es el de superar los viejos discurso de oposición dialéctica entre Estado y mercado que sostiene que una élite de funcionarios -o de políticos tecnócratas- puede dirigir la economía mejor que la infinidad de agentes particulares, justificando su preeminencia en la descoordinación de esos agentes que lleva a un interminable sucesión de auges y depresiones.
la realidad es justamente la contraria. Porque de igual modo que la multiplicidad de empresas permite a los consumidores elegir a diario aquellos artículos que mejor se adaptan a sus deseos y recursos, el fraccionamiento del Estado en diferentes jurisdicciones alimenta una saludable competencia. Como explica Lorenzo Bernaldo de Quirós en su reciente libro Por una derecha liberal, la oferta y demanda de bienes -de servicios públicos- evidencia la escasa o nula capacidad de un organismo centralizado para acumular toda la información para realizar la asignación eficiente de los recursos y satisfacer la demanda de los individuos. En cambio, la distribución de competencias entre las diversas esferas de gobierno (central, autonómico y local) se produce a través de una relación de intercambio entre las economías de escala y la diversidad de las preferencias, combinando la diversidad con la prestación monopolística de una serie de servicios públicos que reducen los costes de transacción, y haciendo posible para el resto procesos de cooperación voluntaria a través del mercado.
Ello explica por qué un Estado federal está compuesto por unos pocos niveles de gobierno con múltiples funciones asignadas a cada una de ellas. Esta competencia entre las distintas esferas de gobierno además de proteger la libertad de los individuos y promover la eficiencia, impulsa la convergencia de los niveles de renta sin necesidad de la acción intervencionista del gobierno central- y restringe la expansión del sector público, salvo que el marco institucional fomente la aparición de buscadores de renta, o incentive la competencia de los gobiernos locales y regionales para realizar esta lucrativa actividad.
Lamentablemente, nuestro decadente Estado del Bienestar se ha construido al calor de ese marco institucional favorecedor de los buscadores de rentas. Nuestros sistema autonómico fue pensado en su origen como un sistema federal que no se planteaba como un mero proceso de transferencias, sino que hacía preciso asumir el hecho autonómico en toda su integridad, y culminar un proceso que entraña la división horizontal del poder político en sí mismo. Pero el sesgo ideológico y, sobre todo, un cierto grado de pusilanimidad frente a los nacionalismo vasco y catalán -por puro interés electoralista- desembocó en que a partir del año 1996, tras culminar el reparto competencial, comenzase una carrera de aprobación de estatutos de autonomía de nueva generación que dejó configurado una estructura confederal de tipo helvético que evaporó cualquier posibilidad de que la corresponsabilidad y la coordinación entre las administraciones estatal y autonómica, que caracteriza una estructura federal, fuese una realidad más allá de la coincidencia del color político de los gobiernos en ambos niveles. Y a veces ni eso. En lugar de ello, se instauró la ceremonia de las lamentaciones, de la exaltación de los agravios comparativos, de la defensa de un imaginado derecho al déficit y del victimismo como herramienta política de rentabilidad electoral, en el que hoy estamos instalados, con los nefastos resultados para nuestros bolsillos, en forma de deuda galopante y despilfarro.
ALEJANDRO ARIAS TORRES
Consultor laboral.
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