«Acá no rige el producto interior bruto, sino la felicidad interior bruta», me soltó un buen día un mandamás castrista en un café de La Habana. El patrimonio arquitectónico arruinado, las estrecheces con las que malvivían o la falta de libertades eran para él asuntos secundarios, que no afectaban a su antropológica alegría, según su peculiar criterio. «Tenemos toneladas de sonrisas enlatadas y listas para exportar», concluyó sin ruborizarse.
Aunque el anhelo de felicidad haya sido una referencia clásica del constitucionalismo, se mantuvo en el terreno de lo simbólico hasta que a un sátrapa del Himalaya le dio por llevar a Naciones Unidas la peregrina idea de medirlo, persiguiendo que se dejara de denunciar la miseria en la que tenía sumido a su pueblo. Desde entonces, un nuevo indicador pretende convertir a las sociedades más empobrecidas y sometidas del planeta en idílicos paraísos del bienestar, al sustituirse sus necesidades perentorias por el supuesto júbilo popular agitado por la propaganda. Indudablemente, el que no se consuela es porque no quiere.
Al poco tiempo de empezar a confeccionarse este feliz coeficiente, sin embargo, saltó la sorpresa: los países que lo proponían como alternativa al PIB comenzaron a situarse aún en peores posiciones que las derivadas de sus paupérrimas magnitudes económicas. Por lo que se ve, los umbrales de desarrollo humano coinciden en algo: sin una razonable prosperidad material no hay calidad de vida que valga, porque donde no hay harina todo es mohína, como recuerda el refranero.
Que esto es así se infiere además del espíritu mismo de esta clasificación oficial, que no solo evalúa los fríos datos del mercado, sino otros factores que contribuyen a la satisfacción colectiva. La llamada felicidad interna bruta calibra también las políticas públicas que se traduzcan en progresos tangibles, así como el correcto funcionamiento democrático o la ausencia de corrupción en los gobiernos. Esa eficacia, honestidad y nivel de los regímenes son cuestiones a tener muy en cuenta a la hora de calcular este moderno índice, motivo por el que resulta liderado cada año por los pujantes Estados liberales mientras las autocracias populistas se hunden en el ranking pese a que sus ciudadanos gocen de una estoica resiliencia, disfruten de buenas condiciones medioambientales o les entusiasme bailar a diario sus revoluciones.
Tras la solemne consagración de la felicidad como derecho inalienable por las primeras leyes norteamericanas, uno de sus firmantes, Benjamín Franklin, no tardó en aclarar que dicha previsión no garantizaba por sí la felicidad sino solamente su búsqueda, debiendo conquistarla cada persona por sus propios medios. Fijar entonces un marco en el que cada uno podamos alcanzar nuestras ambiciones particulares se ha erigido en meta de cuantas normas han reflejado esta noble aspiración, como aquí hizo la Pepa al plasmar que «el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen».
Por eso, un sistema que no resuelva los problemas apremiantes de su población y no respete las reglas de juego elementales, no puede sino generar infelicidad social. De ahí que los verdaderos indignados, los auténticos ofendidos, debieran ser los que padecen una coyuntura que no promueve avances sino constantes retrocesos, financieros y en el ámbito de las libertades, y que encima han de convivir con vociferantes que se consideran víctimas siendo aliados de esa penosa situación de declive.
Digámoslo ya: no hay felicidad nacional donde la economía no acaba de marchar y lo que no es de comer tampoco, por mucho que se empeñen en lo contrario los pelmazos que tratan de buscar tres pies al gato y se mantienen encerrados en rancios clichés ideológicos de la época de Maricastaña.
Publicado por primera vez el 10 de octubre de 2020 en Editorial Prensa Ibérica.
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Compagina el ejercicio de la abogacía con la docencia del derecho administrativo en universidades de Madrid, Barcelona y Oviedo. Es también el presidente de la Comisión de Español Jurídico de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, con sede en NY.
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