El 8 de mayo se cumplieron 75 años de la capitulación del régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial. Los acontecimientos que rodean la crisis global del coronavirus hicieron que semejante fecha pasara inadvertida. Sin embargo y a la luz de la catástrofe económica y social que se avecina, con una letal destrucción de la economía y del tejido productivo, tal vez merezca la pena recordar que, de los dos monstruos que se enfrentaron en aquellos años, uno salió destrozado y el otro, sin embargo, sobrevivió y llegó a dominar una parte del mundo. Hoy, aprovechando la pandemia y sus consecuencias, el socialismo se erige como salvador y hasta enmendador del capitalismo al que culpa de todos los males, cualquier excusa sirve, tenga o no lógica. Por eso urge recordar que el preámbulo de esa guerra fue el pacto Ribbentrop-Molotov en el que el nazismo y el socialismo plasmaron su pretensión totalitaria, mostrando, una vez más, su idéntica simiente liberticida aún vigente.
La Segunda Guerra Mundial, cuyo fin debimos celebrar en estos días, fue el resultado directo del infame Tratado de no Agresión nazi-soviético de 1939, conocido como Pacto Ribbentrop-Molotov, que ponía de manifiesto la voluntad tiránica de dividirse el mundo.
Firmado en Moscú en presencia de Stalin, el pacto le permitía al dictador soviético reconstruir su ejército debilitado por las purgas. A Hitler el pacto le abría la posibilidad de invadir Polonia y volverse posteriormente contra Gran Bretaña y Francia.
El pacto dejaba de manifiesto lo superfluo de los relatos ideológicos de los regímenes. Ambos países acordaron no atacarse, no apoyar a otro tercer país que pudiera atacar a la otra parte del pacto, no unirse a ningún grupo de potencias que directa o indirectamente pudiera amenazar a cualquiera de las partes firmantes y resolver diferencias mediante la negociación. Pero como el diablo siempre se camufla en los detalles, lo que hay que mirar es la letra chica. El tratado tenía un protocolo secreto que dividía Europa oriental en una zona germana y una soviética. El final de la Segunda Guerra Mundial de hace 75 años significó una victoria sobre el mal absoluto del nazismo, pero sólo se derrotó la mitad de ese pacto. La otra mitad, el comunismo soviético, se convirtió en el enemigo eterno de la libertad, aún cuando en 1989 lo creímos derrotado.
En efecto, luego del fin de la guerra, el mundo libre experimentó la etapa más próspera y evolucionada de su historia. El capitalismo como sistema no sólo significó el respeto a la libertad, también amplió las expectativas y la calidad de vida allí donde se implantó. El ímpetu sostenido de las artes y las ciencias libres, sin condicionamientos, llevaron a la humanidad a un enorme desarrollo, impensado pocos años antes. Mientras tanto, el fracaso empírico del socialismo cubrió de miseria y horror su nombre, lo que llevó a sus cultores a una campaña de rebranding monumental. Dejaron de lado palabras como izquierda, y mucho menos quisieron llamarse comunistas. La palabra mágica fue: progresista.
Pero es fácil detectar a los autoritarios, en principio porque, al igual que en el pacto Ribbentrop-Molotov, no dudan en utilizar cualquier recurso para aferrarse al poder. Silenciar al disidente, recortar libertades y derechos civiles, confiscar la propiedad, manipular la ciencia y el periodismo, colectivizar la economía. Saben que su teoría económica fracasó, por eso su objetivo ya no se define como el fin del sistema, sino su manejo discrecional y el disfrute del poder sin oposición. Pero no van a renunciar al confort capitalista, ni lo sueñen. Ya no pueden decirle a sus adeptos alienados que se desprendan de sus teléfonos inteligentes, de sus viajes por el mundo, de sus zapatillas inyectadas. No quieren acabar con el capitalismo, sólo quieren manejarlo sin oposición.
Por eso el progresismo trata de aprovechar la crisis de la Covid-19, que le da la oportunidad para imponerse. No se trata de una conspiración, sino de un olfato exquisito para implementar su ideología allí donde lo dejan. De ahí que desde los organismos más colectivistas, se impuso la idea de que esta pandemia se puede contener sólo con un enfoque colectivo, coordinado e integral que amplíe el poder de la maquinaria estatal prostituyendo marcos legales que creíamos seguros.
Las formulaciones progresistas ya no hablan de la contradicción fundamental del capitalismo, más bien realizaron un giro melodramático hacia la analogía de la guerra como evidencia de una necesidad planificadora y excusa de la limitación de derechos. Sólo nos salvaremos si acatamos todos juntos la sabia coordinación de los líderes y sus anabolizados comités de expertos. Como el Covid-19, el virus de la demagogia es muy contagioso y los gobernantes se sienten legitimados a actuar desde el poder sin el respeto a la división de poderes que resulta tan incómoda. Mientras la receta del confinamiento inconsulto azota al mundo condenando a más de la mitad de los humanos a la pobreza, y a una cantidad inédita de ellos a la muerte por hambre, el progresismo deja ver sus parecidos con su yo del pasado:
– Profetiza: vaticina un futuro de hombre nuevo, una nueva forma de vida sujeta a una sociabilidad temerosa y desconfiada. Adivina un futuro donde la pulsión individual sea un pecado que merezca delación y repudio. Vaticina una nueva normalidad basada en la planificación dogmática progresista.
– Estigmatiza: señala culpables a la medida de sus prejuicios ideológicos. Los ricos cuya bonanza priva a la manada de salud. Los disidentes que no apoyan al líder salvador. El heteropatriarcado que somete dentro de los límites del confinamiento. Y así podemos seguir hasta mañana.
– Reivindica los clichés de su agenda aunque los argumentos no peguen ni con engrudo. Los ecologistas porque se trata de una venganza y un renacer de la naturaleza. Ideas del tipo “los humanos se retiran y los animales vuelven a la ciudad” asignan al accionar del desarrollo humano una condición dañina. Los identitarios porque serán víctimas de la forma en que la sociedad los trata por la pandemia. Todos querrán avanzar posiciones usando la excusa de que la lógica es sólo una variable maligna insolidaria.
– Engalana al pobrismo: Los llamados al fin del consumismo (generalmente hechos por profetas del mundo del espectáculo que si desapareciera la industria que repudian estarían comiendo tierra), buscan acabar con un “capitalismo salvaje” y suplantarlo por valores implantados de arriba hacia abajo en una modalidad, muy, pero muy, pero locamente muy parecida al sistema que gobierna al pobre pueblo chino.
Cuando los gobiernos son investidos de poderes excepcionales degeneran en autoritarismo, no solo porque los políticos se acostumbran al poder sin controles y no pueden desprenderse de él, sino porque los ciudadanos se acostumbran a obedecer y olvidan sus derechos. Unos se acostumbran a pisotear y los otros a ser pisoteados. La libertad individual va retrocediendo vergonzosamente. Pensemos que se ha llegado a insinuar que desde el poder se puede desactivar la tarjeta SUBE y por ende la posibilidad de los ciudadanos para utilizar el transporte público que pagan con sus impuestos y así restringir su derecho a circular. Pensemos que se prohíbe la venta de pasajes de avión. Pensemos que se quiere tener la geolocalización de las personas compulsivamente. Pensemos que se suspendió el servicio de justicia. Pensemos que se incautó material sanitario a gobiernos provinciales. La arbitrariedad es una característica del tirano que se distingue por desconocer las reglas y mecanismos de contención del poder. Por eso la cautela del contrapeso de poderes, un gobierno es legítimo en la medida en que se somete a esas reglas.
El fin de la Segunda Guerra Mundial significó para la humanidad la aceptación del sistema democrático de contrapeso del poder y el límite a la arbitrariedad y es motivo de festejo, porque si la humanidad hubiera estado gobernada por el nazismo o por el comunismo, la solución a la pandemia hubiera sido una condena mortal a los enfermos. Ambas ideologías fueron partidarias de la eugenesia. Prueba de esto es el desprecio a la vida que mostraron allí donde gobernaron. Por tanto es increíble que ahora tengan lugar los discursos trasnochados que sugieren los beneficios del control social, del diseño de una forma de consumo planificada desde el poder o de la idea de la especie humana como un mal para la naturaleza.
En 1945 se terminó con el nazismo, uno de los dos males que pactaron para someter a la humanidad. El otro, el comunismo, siguió su proceso de metamorfosis administrada que nos lleva subrepticiamente a la pugna entre democracia y totalitarismo que se experimenta en la gestión de la pandemia y de los modelos que se han adoptado para combatirla y también de los pronósticos que se establecen para cuando haya sido combatida. Son parte del arsenal teórico del progresismo, de su imaginario sobre el acontecer histórico, fruto de su propia concepción del progreso.
El concepto es bastante viejo y hay en él una tensión indisimulable sobre la idea de progreso autocrático versus idea de realización individual como meta. Cuando el comunismo se tornó progresismo, logró que se olvide que sus ideas fueron las que asesinaron millones, las que pactaron la división y el sometimiento del mundo. Hoy el progresismo reescribe la historia como una cosmogonía simpática, ecologista, pacifista, plural. Por eso no se debe olvidar la historia, para que no la reescriban y salgan definitivamente victoriosos. Para que el estatismo no reine de la mano de una enfermedad. Veremos quién gana.
Deja una respuesta