Una de las características más notables de la flora y la fauna del periodismo patrio es la proliferación de los tertulianos todo terreno.
Periodistas instruidos en todos los campos del saber, conocedores de todos los entresijos de la política mundial y que actúan como si fueran una especie de doctores de la la santa progresía, cuya opinión parece gozar de probada infalibilidad.
Uno de los temas estrellas en las tertulias, columnas de opinión y demás espacios de opinión copados por el mester de progresía parece ser el de la profecía. Según sus progresistas pareceres los norteamericanos, ese pueblo bárbaro y atávicamente conservador, estarían a punto de atraer sobre la humanidad una nueva version de las siete plagas bíblicas de Egipto, caso de que eligieran presidente de su desnortada república al impopular Donald Trump.
No es que el magnate neoyorquino sea especial santo de mi devoción (la mayoría de sus propuestas destilan un proteccionismo colectivista que me espanta), pero mucho menos lo es la manía persecutoria que tiene la progrez hispana de pontificar sobre la política de los Estados Unidos, especie de encarnación de todos los males del mundo actual.
A mí, a diferencia del buen progresista, no me preocupa en absoluto lo que la gente vote, me preocupa mucho más que haya creadores de opinión a los que les cause tanta desazón que ciudadanos, de países en los que no viven y cuyas problemáticas desconocen completamente, ejerzan su derecho democrático a equivocarse si lo estiman oportuno.
Los Estados Unidos son la democracia moderna más longeva del mundo y su constitución todavía en vigor, la de 1787, muy breve (7 artículos) han sido solamente reformada en ventisiete ocasiones en los mas de 226 años que lleva en vigor.
Una constitución, que como puede apreciarse de la lectura de los artículos de El Federalista, fue diseñada con el firme propósito de garantizar la libertad de sus ciudadanos frente a las arbitrariedades y los abusos del poder político.
Su sistema político ha soportado presidencias autoritarias como la de Andrew Jackson, la terrible herida de una guerra civil que partió a la unión en dos y cuyas cicatrices se prolongaron durante la llamada era de la reconstrucción, una división brutal en el seno del partido demócrata en los años 60s durante la llamada lucha por los derechos civiles, la infiltración del marxismo cultural durante los años de la guerra de Vietnam, el famoso caso Watergate o más recientemente la crisis derivada de la intervención armada en Irak , sólo por citar algunos de los episodios más traumáticos de la historia de dicho país.
Nadie, ni los paternalistas progres de la envenjecida socialdemocracia europea pueden dar lecciones de cultura democrática a los norteamericanos. Los Estados Unidos, con sus fallos y sus aciertos, nos han permitido a los europeos, entre otras muchas cosas librarnos de dos sanguinarios totalitarismos en el siglo XX o poner fin a dos cruentas guerras mundiales.
Si la democracia moderna más antigua del mundo ha logrado sobrevir a presidencias cuestionables, abusos de poder, brutales ataques terroristas y al más primario anti-americanismo de la aburguesada izquierda europea, sin duda podrá sobrevivir a los potenciales desmanes de un populista poco viajado o la inanidad de una demagoga de baja estopa.
Lo que la izquierda europea parece no poder asumir de la experiencia norteamericana es aquello que apuntara Alexis de Tocqueville sobre dicho país “El pueblo reina sobre el mundo político americano, como Dios sobre el universo”.
Por el contrario la izquierda siempre se ha inclinado por el despotismo democrático que exhibiera Rousseau ,“Para descubrir las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones, sería preciso una inteligencia superior”.
En la utopía rousseauniana, la comunidad política es concebida como una comunidad de hombres virtuosos, que han “renunciado” a los egoísmos particulares , de forma que están dispuestos a confluir en una sola “voluntad general”, en virtud de la cual anteponen el bien del otro, el bien general, al suyo propio.
Dicha voluntad general no es una voluntad cuantitativa , obtenida a partir de la suma mayoritaria de las voluntades particulares. Se trata de una noción “ética”, no “aritmética”.
Quien determina en la visión rousseauniana, de la que es heredera la izquierda actual, qué sea el interés general no es la voluntad libre expresada en el voto.
Es el legislador pegagogo que decía Rousseau o la vanguardia del proletariado, en la versión marxista-leninista.
Una vez más la democracia se convierte para la desnortada izquierda en instrumento válido si sirve para sus propósitos paternalistas y colectivizadores. La democracia deja de ser gobierno del demos para convertirse en pastoreo del demos.
Periodista, licenciado en Derecho y crítico de cine.
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