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La Revolución Cultural China, pero con Iphone

17 de junio de 2020 Por //  by Karina Mariani Dejar un comentario

Si para algo ha servido esta primera mitad del 2020, es para recordarnos que los consensos en los que creíamos asentada la vida occidental tenían pies de barro. No viene al caso ahondar esta vez sobre los disparadores que permitieron confinar a casi todo el planeta y lograron un consenso inimaginable alrededor de las ondulantes recomendaciones de un organismo internacional cuyo prestigio ronda, hoy, profundos subsuelos. Y tampoco viene a cuento de estas líneas, analizar los acontecimientos que desataron iracundas protestas en EEUU durante los últimos días, que derivaron en violencia y degradación hacia lo que pretendían defender y que se extendieron a toda velocidad por el mundo. Pero, ciertamente, los primeros meses del 2020 han sido protagonistas no ya de un cisne negro sino de una bandada de estos pajarracos, que se acumulan y multiplican y se vuelven virales. Entre todas esas desgracias, hay una pequeña y acotada que merece la pena analizar.

El 3 de junio pasado, el senador estadounidense por el Partido Republicano Tom Cotton publicó una nota de opinión en The New York Times en la que instaba al cese de la violencia en las calles y clamaba por la intervención de tropas militares para este fin. A partir de esta publicación, una batalla se desató puertas adentro del tradicional periódico entre los trabajadores más jóvenes versus el antiguo staff, que mantiene la profesión con los principios de las libertades civiles, sobre todo en lo que respecta a la libertad de expresión.

Pero como decíamos al principio, el 2020 los enfrentó ante la mentira en la que estaban viviendo: asumieron que compartían esa cosmovisión con los jóvenes que contrataron y que se autodenominaban liberales y progresistas. Estaban muy equivocados. Los cultores del cuarto poder vieron esta semana que las nuevas generaciones han sido educadas con otra idea de lo que es “la profesión” basada en que, el derecho de los colectivos sociales a sentirse emocionalmente seguros y contenidos, está por encima de los valores liberales fundamentales como el repudio a la censura.

La nueva guardia del New York Times educada bajo la convicción de las bondades de la discriminación positiva, un confuso paternalismo culposo y la prevalencia de los sentimientos por encima de la razón, se constituyeron como una manada de ofendidos que clamaban por la prohibición de informar sobre un punto de vista con el que no estaban de acuerdo.

Para que se entienda, los empleados del diario que, sin reparos, publicó notas del puño y letra de Hitler, habían estallado iracundos por un artículo de opinión que, a la sazón, citaba numerosos precedentes legales y que clamaba por el imperio de la ley. Tal fue el berrinche que James Bennett, editor del diario, debió disculparse por la publicación, justificándose en una larga nota que actualmente precede al artículo de Cotton al que no pudo (lisa y llanamente) borrar. En un acto de ecuánime cobardía escribió:

«La junta editorial del Times defendió con fuerza las protestas como patrióticas y criticó el uso de la fuerza, diciendo que la policía a menudo ha respondido con más violencia contra manifestantes, periodistas y transeúntes. Hemos publicado argumentos poderosos que apoyan las protestas, abogan por un cambio fundamental y critican los abusos policiales. NYT le debe a nuestros lectores contraargumentos, particularmente aquellos hechos por personas en condiciones de establecer políticas. Entendemos que muchos lectores encuentran el argumento del senador Cotton doloroso, incluso peligroso. Creemos que es una de las razones por las que requiere el escrutinio público y el debate».

En los últimos meses hemos gastado la palabra “distopía”, tal es la acumulación de vivencias que creíamos imposibles. Y eso viene a explicar que nuestro imaginario social asentado en los mentados pies de barro, más rápido que tarde, se haya degradado. Tal vez por eso no vimos y nos hicimos los distraídos, como durante décadas crecía en todo el mundo (y en Argentina, cuándo no) un revival edulcorado de las Guardias Rojas que protagonizaron uno de los eventos más oscuros de la historia de la humanidad: La Revolución Cultural China.

En 1966 el Partido Comunista Chino anunció el inicio de la «Gran Revolución Cultural Proletaria», cuyo objetivo era purgar la influencia capitalista y el pensamiento burgués. Su brazo ejecutor fue la juventud, en principio universitaria, pero final y mayoritariamente compuesta por adolescentes y niños. Se trató de una cacería sin cuartel cuya inercia no reconocía simplemente a opositores ya que en su planificada ambigüedad cobijaba venganzas personales, ajustes de cuentas, revanchas, extorsiones y su real propósito, sostener a un Mao desgastado. Sus principales víctimas fueron profesores, técnicos e intelectuales, acusados a dedo alzado de consignas simples, emocionales e incomprobables como ser revisionistas o, peor, capitalistas.

Los innúmeros fracasos económicos de Mao lo llevaron a ensayar diversas estrategias exculpatorias. Como parte de esas bombas de humo, ya había implementado una falsa renovación política en los años 50 que se conoció como “Movimiento de las 100 Rosas”, en el que se motivó a los intelectuales a hacer críticas constructivas al régimen comunista. “Que cien escuelas se abran; que cien flores florezcan”, dice la propaganda oficial de 1956. Quienes confiaron en Mao y en sus intenciones se abrieron a propuestas que fueron prolijamente tomadas en cuenta por el Partido Comunista, que se encargó minuciosamente, de listar a los protestones y mandarlos con idéntico ahínco al reino de Hades.

En cualquier parte del globo, en cualquier momento de la historia, el comunismo encuentra la respuesta a los problemas del comunismo en más comunismo.

Una década después, y a ojos vista de la masacre en vidas que había significado “El Gran Salto Adelante”, el número de críticos del Gran Timonel se multiplican. El indiscutible genio propagandístico de Mao toma un nuevo envión con el apoyo de los más jóvenes. Las Guardias Rojas encararán una especie de guerra civil que era, curiosamente, generacional. Jóvenes combaten a Lo Viejo y a Los Viejos. Combate es combate, cero metáfora: se bombardean ciudades completas con obuses, las turbas arrasan las calles a sangre y fuego. Un enorme movimiento de delación se desata de hijos a padres. El caos y la ira son la norma.

¿Qué demonios tenía de cultural esto? Bueno, Mao clamaba por una cultura nueva, quería aniquilar físicamente a la vieja. El discurso inflamado de Mao llamaba a acabar con “los cuatro viejos”, a saber: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Todo estaba mal, todo era opresor, todo debía ser destrozado, quemado, terminado. “Los cuatro viejos” eran los culpables del fracaso económico, no Mao y sus imbecilidades asesinas, no. Todo sufrimiento y resentimiento era culpa de los cuatro viejos. La culpa afuera, y la destrucción como consuelo contra la frustración social.

Si señores, Mao lo inventó antes.

La Revolución Cultural tiene su Biblia: El Libro Rojo. Se trataba de un panfleto que compilaba las frases del Gran Timonel (todo alrededor de Mao era “gran”). En el sanguinario escenario se destacaba Chiang-Ching, esposa de Mao, al frente de los jóvenes guardias rojos, que se puso a la cabeza de la gigantesca purga. Toda la vieja guardia del partido fue aniquilada: asesinatos, deportaciones masivas a campos de concentración, asaltos callejeros, ataques a ceremonias religiosas o denuncias públicas. Junto a esto la prohibición de la cultura burguesa, o sea Shakespeare o Beethoven, por ejemplo. La ópera de Pekín fue sometida a una rígida censura de guardias rojos que destruyeron templos y monumentos considerados “ofensivos” símbolos de la opresión.

La Revolución Cultural no fue una cuestión de educación sino una manipulación de analfabetos. Mao sabía que los fanáticos ignorantes son una invalorable arma cargada de potencial. Se cuentan por millones los muertos por la orgía de adoctrinamiento llevada a cabo por adolescentes y niños, que duró hasta el otoño de 1967, cuando Mao retiró su apoyo a la Revolución Cultural, y a sus líderes, a los que luego usarlos, abandonó para que fueran correspondientemente ejecutados.

Los Guardias Rojos, alrededor de 19 millones de imberbes sacados de las aulas para que el ocio se convirtiera en revolución, fueron el experimento de adoctrinamiento más enorme jamás cometido, mientras la intelectualidad progresista de occidente se babeaba con La Revolución Cultural. Hacia fines de los años 60, Mao cancelaba el experimento mientras en las universidades del capitalismo, la tilinguería progresista abrazaba un adoctrinamiento más lento y confortable pero no menos efectivo.

El famoso Libro Rojo, que precedía en 2 años al Mayo francés, fue traducido a decenas de lenguas y se convirtió en un cheque en blanco para que los Guardias Rojos delataran, torturaran y asesinaran a sus padres y maestros. Millones de personas confesaban bajo tortura terribles crímenes recibiendo castigos “populares” desde palizas hasta la muerte. Hace pocos años, salían a la luz historias desgarradoras como la confesión de Zhang Hongbing, un abogado que reconoció haber denunciado a su madre, fusilada por haber criticado a Mao. Zhang relató cómo llegó a redactar un testimonio de 21 páginas para inculpar a su madre, y reconociendo que él fue uno de los jóvenes “entusiastas” que creyó en las palabras de Mao.

“Tenía 14 años y pensaba que era un momento glorioso. Que iba a ganar el comunismo. Me acuerdo que al verle en Tiananmen llorábamos y gritábamos ¡Viva el Presidente Mao!”

También relató como sometían a sus profesores a largas sesiones de humillación en una posición que llamaban “’el avión” con el torso inclinado y los brazos abiertos

“Les colocábamos un gorro de papel en la cabeza donde decía: capitalista. El profesor estaba aterrorizado porque todos estábamos muy exaltados. Pensaba que lo íbamos a matar. Hicimos confesar al 80% de nuestros profesores.”

Mientras la Revolución Cultural china lograba sostener el poder de Mao dentro del partido contra los miembros que le disputaban el liderazgo, en las universidades y comunidades educativas de América y de Europa se idealizaba el movimiento, se hacía hincapié en su condición “cultural” y se veneraba su propósito con la misma ingenuidad que esos niños de 14 años. La Revolución Cultural fue un malabarismo instrumental, ni más ni menos. Cuando Mao lo dejó de necesitar lo descartó.

Pero ciegos a estos hechos históricos fácilmente comprobables, los espacios educativos sostuvieron religiosamente sus principios doctrinarios. Las batallas campales en los campus de EE.UU., la censura como método contra la libertad de cátedra o contra simples conferencias, la corrección política como comisario de pensamiento, la reescritura de la historia, el odio al mérito, la banalización de los crímenes del socialismo dan origen a los grupos antifas que hoy destrozan, golpean y saquean para hacer valer sus reivindicaciones humanistas. Y tienen su origen en las capas y capas geológicas de jóvenes educados en la envidia y el resentimiento socialista en Occidente.

América y Europa llevan años y años graduando personas en ese adoctrinamiento, que se han incorporado a los medios de comunicación, a todos los niveles educativos a su vez como adoctrinadores, a la dirigencia frívola de plataformas tecnológicas, al conglomerado de organismos que dictan los lineamientos de las políticas públicas de los países y a los mismos partidos políticos que constituyen los gobiernos. La reeducación no terminó con el cierre de la Revolución Cultural. Logró un nivel de infantilización educativo y académico extenso y poderoso. Esto no es, ni remotamente, producto de una conspiración. Es una degradación lenta e inorgánica de valores, una repetición desarticulada de dogmas y una resemantización vacía que ha logrado que en el mundo académico y cultural se llame antifa (antifacista) al movimiento más fascista de los últimos años.

 

Karina Mariani

Colaboradora del CdV en Argentina.

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