Corría el año 1979 cuando Ronald Reagan, septuagenario exactor y exgobernador de California, anunció que se presentaba a las primarias presidenciales del GOP por tercera vez en su vida. Tras haber perdido en 1968 contra Richard Nixon y en 1976 –por una ínfima diferencia- contra Gerald Ford, el natural de Illinois estaba convencido de que lograría la ansiada victoria en medio de una coyuntura económica de estancamiento, haciendo que sus ideas liberal conservadoras entraran en el Despacho Oval. Rápidamente, la élite republicana de la Costa Este y la izquierda demócrata se dispuso a calificarle de extremista y se rieron de su plan de masiva reducción de la presión fiscal calificando a este, peyorativamente, como Reaganomics que podría traducirse a la lengua del Fénix de las Letras Castellanas como Reaganomanía. En los comicios de 1980, Reagan arrebató, sorpresivamente, casi todos los estados a su rival, el entonces presidente Jimmy Carter. Todo el establishment político estadounidense se rió de él durante la campaña pero su presidencia fue una de las más fructíferas y determinantes de la Historia de los Estados Unidos y de la Humanidad: se sentaron las bases geopolíticas para hacer caer a lo que él llamaba Imperio del Mal, se recuperó el optimismo patriota y el respeto por los valores tradicionales. En lo económico, su apuesta por la libre empresa hizo de la década de los 80 una era áurea que pondría las bases de la inmediata Revolución Tecnológica. Su gran mancha, el gran aumento de la deuda pública fruto, no de un supuesto descenso de los ingresos fiscales sino de un gran aumento de las partidas presupuestarias destinadas a la defensa.
Mi intención en el presente artículo es hacer, usando el sufijo –nomics, un análisis de los puntos fuertes y flacos de las medidas económicas llevadas a cabo por la administración Trump. No lo haré, pues, desde la perspectiva del economista, ya que no lo soy ni lo pretendo, sino desde la del historiador en potencia y el analista aficionado. Discúlpenme, de antemano, los economistas.
Desde que hace algo más de un año el Congreso aprobara la reforma fiscal, la economía estadounidense ha vivido unos pequeños años dorados coincidiendo con un ciclo expansivo. El desempleo se redujo de un 4,8 % a entre un 3,7% que oscila hoy en día, es decir, pleno empleo. Desde que Trump está en la casa blanca se han creado más de dos millones de nuevos empleos y en un trimestre del pasado año la economía llegó a crecer un 4%. Estos datos no se veían de forma parecida desde los años 60 y es indudable que el recorte de impuestos junto a las medidas desregulatorias –eliminar tres regulaciones por cada una que se apruebe- han dado un impulso alcista a un ciclo expansivo que ya es el más largo de las últimas décadas. Es destacable que muchos de esos nuevos empleos se han creado en el sector manufacturero, hecho que su predecesor dio por imposible.
En el sector energético, durante la presidencia de Trump se ha logrado la tan ansiada independencia energética merced a la Revolución Fracking, que ha vivido un último impulso desde que Trump y los republicanos sacaron leyes que desregulaban el sector. A eso, sumémosle que la reforma fiscal ha permitido que las empresas petroleras puedan tener más capital para ahorrar y, sobretodo, invertir. Geopolíticamente este hecho es determinante. Estados Unidos es ya el mayor productor energético del mundo ¿qué significa esto? Que poco a poco podrá ir saliendo de sus innecesarios y costosos enredos en Oriente Próximo y Medio para centrar sus fuerzas en el Pacífico. La noticia de la próxima retirada de tropas de Siria y las intenciones de disminución de efectivos en Afganistán van por esta línea.
Lo más controvertido, sin lugar a dudas, es el comercio internacional. No es solo que se haya renegociado el NAFTA sino que EEUU está en plenas negociaciones ahora mismo para poner fin a la guerra comercial con China. Estoy convencido de que estas guerras comerciales se tratan de estrategias de negociación cuyo fin es conseguir un comercio más libre. Así lo expresó Trump en el G8 y ante afamados economistas como Arthur Laffer. Es evidente que los chinos han utilizado la devaluación monetaria y las subvenciones para modificar los precios de mercado. Es normal, defienden sus intereses imperiales. Y, por ende, también es normal que EEUU luche por mantener su hegemonía mundial. Y, más de tratarse de meros aranceles, estamos hablando de la obligación que tienen las empresas norteamericanas de hacer partícipe de su tecnología al gobierno chino para poder comerciar en ese país ¿No deberíamos hablar de Guerra Tecnológica en vez de Guerra Comercial? Quizás, no lo sé. Lo que es también evidente, es que, a largo plazo, el proteccionismo hace daño y si no se consiguen ya acuerdos comerciales más libres y duraderos, la economía norteamericana se resentirá al igual que ya lo está haciendo la del gigante asiático.
La gran mancha de las Trumpnomics son, sin lugar a dudas, los altos déficits fiscales y el aumento de la deuda pública. En el momento en que estoy escribiendo esto, la deuda pública de los Estados Unidos sobrepasa los 22 billones de dólares y el déficit fiscal en un 4,1 %. Cuando Trump llegó al poder el déficit fiscal que le había dejado Obama era de en torno a un 3,5%, es decir, que el aumento en algo más de medio punto del déficit se debe al aumento del gasto militar, la no reducción del resto de partidas y la bajada de ingresos en el Impuesto de Sociedades –en el resto, la recaudación ha aumentado pese a que se hubieran bajado- que bajó 14 puntos. La realidad, es que Estados Unidos puede permitirse ahora mismo una subida del déficit de medio punto aunque sea una calamidad. La deuda pública jamás se pagará en su totalidad, evidentemente, pero es necesario intentar llegar a un superávit fiscal y reducir en al menos 20 puntos la deuda pública ¿Si en pleno ciclo alcista tienes un déficit de crisis, qué pasará cuando de verdad estés en una crisis?
La pregunta es ¿de dónde se debe recortar? Para empezar, del Medicaid y del Medicare. Estados Unidos gasta casi el doble en sanidad pública que los países europeos –y eso que se supone que no existe sanidad estatalizada allende del Atlántico- y hay mucha gente que se aprovecha de ella. Y luego, por supuesto, está el ejército. Estados Unidos se gasta –que sepamos- 700 mil millones de dólares en defensa. Más que Rusia y China juntas. Ahí es donde hay que usar la tijera, sobre todo con los trabajos burocráticos- se estima que hay trabajos burocráticos que realizan tres personas y que podía realizar perfectamente una sin reducir productividad- sin necesidad de echar a soldados. Es decir, modernizar la administración del ejército. Trump aumentó el gasto militar como estrategia para evitar conflictos y dejar clara la hegemonía norteamericana. Sin embargo, lo hizo aumentando también el gasto innecesario para contentar a lo que Ike calificó como complejo militar-industrial. Craso error.
Luego está el caso vergonzoso de la OTAN. Siempre he creído que la Alianza Atlántica está muy bien pensada pero comprendo perfectamente que los norteamericanos se quejen de todo el dinero que se les va en defender a Europa. No puede ser que EEUU gaste el 8% de su PIB en defensa mientras España ni llega al 1%. Al menos que se cumpla el mínimo de gasto en defensa. Hay que reformar la OTAN y los acuerdos de Merkel con Rusia y las ínfulas napoleónicas de Macron, que quiere crear un ejército europeo no es que ayuden…
Por último, hablemos de materia monetaria. Desde que se produjo la Gran Recesión, los tipos de interés de la Reserva Federal –que cada vez más americanos quieren cerrar- se mantuvieron a mínimos históricos –vamos, a 0- para sufragar el aumento obamita del gasto y mantener la dependencia del sector financiero –lo que el bueno de Daniel Lacalle llama jocosamente gas de la risa– del dinero gratis. Desde poco antes de la toma de posesión de Trump, se empezaron a subir moderadamente los tipos para corregir esa dependencia. Esto se ha visto claro desde que Jerome Powell, nombrado por Trump, manda en la Fed. Las últimas veces que se han subido tipos, Trump ha arremetido contra Powell injustamente. Quizás por miedo a una recesión o quizás porque no le gusta el sobrecoste en el reembolso de la deuda con la Reserva Federal que eso conlleva. Lo ideal sería que Powell subiera los tipos, como mínimo, hasta el 5%. Con la boca chica lo digo –no soy muy fan de esta banca central inconstitucional, ciertamente- que Trump no tiene razón y la Fed sí. Por esto, muchos han llamado a Trump keynesiano. Yo lo llamaría irresponsable en materia monetaria.
El magnate neoyorquino tuvo la oportunidad de recortar el gasto y no lo hizo ¿Por qué? Por contentar a un establishment republicano que le odia. Ahora, con los demócratas controlando la Cámara de Representantes, poco se puede hacer y la deuda pública crecerá. Reagan tenía la legítima excusa de darle un golpe final al URSS. Trump, en el fondo, no la tiene…
Estudiante. Liberal Clásico, Hayekiano y apasionado de
la Historia.
Me ha parecido un articulo muy bueno, sin soflamas ni posicionamientos radicales o sectarios. Seguid así.