Imaginemos que en una guerra un grupo personas, incluyendo un bebé, están escondidos en una casa mientras es registrada por unos soldados enemigos. Es una guerra de exterminio. Si son descubiertos, todos morirán.
De pronto, el bebé empieza a llorar ¿Sería lícito asfixiarle para evitar ser descubiertos? La inmensa mayoría sería incapaz de tal atrocidad. Sin embargo, desde un punto de vista utilitario la decisión “correcta” parece evidente.
Frente a estos dilemas éticos y morales los seres humanos disponemos de una brújula que nos señala siempre la dirección correcta: el amor.
La capacidad para amar es parte inseparable de nuestra humanidad, tanto como lo son nuestras aptitudes racionales. Pero lo que diferencia al hombre del resto de las criaturas de la tierra, es su capacidad para sufrir y superar las dificultades por amor. Esta brújula siempre señala un horizonte, lejano y muchas veces invisible. Tras él se esconde el significado de cada vida. Para algunos es un mundo más allá de la muerte; para otros un imperativo moral.
Hannah Arednt consideraba que “el amor, por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas”.
No hay nada más humano que el amor consciente a personas concretas; es amor recíproco, distinto del “amor” a la humanidad, grupos, ideas o cosas, que no debería ser considerado como tal. En muchos casos solo pena, compromiso, piedad, atracción o admiración. A veces, “amor” a las propias ideas; mero narcisismo.
Para Nassim Taleb, “el amor sin sacrificio es fraude.” El amor es el salvavidas que da sentido a ese sacrificio, necesario para superar las dificultades en la vida. La peor forma de tratar a cualquier persona o grupo es darle todo a cambio de nada; sin demandar ningún esfuerzo recíproco a cambio. Apartando las dificultades de su vida, arruinamos su capacidad para sufrir y, con ella, su capacidad para amar; destruimos su humanidad.
Los padres se sacrifican sin límite por amor a los hijos. Los hijos lo hacen más tarde por amor a los abuelos de sus hijos. Las parejas también sufren y gozan por amor recíproco. Así, los obstáculos que nos separan del futuro, son removidos por esta fuerza humana irrefrenable. La familia es la fuente inagotable de ese amor, el ecosistema donde crece más robusto. Por eso envejece al revés; su esperanza de vida aumenta con el tiempo, a pesar del asedio continuo del Estado moderno que pretende suplantarla.
El verdadero amor solo se expresa con el sacrificio personal por el amado; nunca forzando el de otros. El amor florece del espíritu de cada persona y se marchita con la intimidación de las multitudes. Porque la igualdad moral entre todos los seres humanos es un principio fundamental indiscutible. Lo que es inmoral para un individuo también lo es para una muchedumbre.
En estos tiempos de virus ¿quién merece más ese amor recíproco? Sin duda nuestros mayores; aquellos cuya vida ha sido, ante todo, sacrificio por y para nosotros. Los que nos han educado y auxiliado siempre, sin esperar nada a cambio.
¿Y qué estamos haciendo? Los estamos abandonando a su suerte en medio de esta terrible epidemia. “Limitar el esfuerzo terapéutico”, lo llaman. Un eufemismo tras el que se esconden políticas colectivistas, en las que los ancianos son solo un factor más en la ecuación de la “utilidad” social.
Si dejamos morir a los mayores para salvar a los jóvenes, morimos todos. Dejamos morir lo que nos hace humanos. Los mayores son los que más se merecen vivir, porque nos han dado todo. Es el momento de darles todo a ellos, hasta el último minuto.
El valor de la vida humana es cualitativo; absoluto. No es susceptible de comparación ni medida alguna; menos aún utilizando una métrica como la esperanza de vida. Si hubiera que establecer alguna, si nos viéramos forzados a elegir, yo propongo intentar salvar a aquellos con los que tenemos una mayor deuda de amor. Este principio de reciprocidad, de amor verdadero, debería guiar nuestras acciones en esta crisis. Solo así podremos salir fortalecidos de esta catástrofe; más civilizados; más humanos.
Rousseau tuvo una larga relación con una camarera del hotel de París en el que se alojaba. De ella nacieron cinco hijos. Todos fueron abandonados en un orfanato tras el parto por expresa voluntad de su padre, en contra de los deseos de la madre “¿Cómo podría tener la tranquilidad mental necesaria para mi trabajo con mi buhardilla llena de problemas domésticos y el ruido de los chicos? Sé muy bien que ningún padre es más tierno que lo que yo hubiera sido”, alegó. Estaba ocupado en escribir “Emilio o la educación”; una obra sobre la educación de los niños… de los demás.
Amando a la humanidad, el amor se deshumaniza. Es “amor” público. Ese “amor” de manada es “amor” rousseauniano, vacío de amor verdadero. Quien sabe de amor, sabe de espinas; el que “quiere” más a los hijos de los demás que a los propios es, sin duda, una mala persona. Incapaz de sufrir y sacrificarse por alguien concreto, no sabe amar.
Hoy Rouseau ha vuelto. Cada vez más, dejamos nuestras vidas en manos de los que prometen ocuparse de los hijos de los demás. Fantasía vana. Los líderes colectivistas, desde sus buhardillas, arrebatados por sus dogmas mil veces fracasados, solo son capaces de “amar” a una humanidad estadística; esa en la que el individuo, habitante de la planta baja, es solo un número más. Una “humanidad” siempre manipulable para hacerla encajar en sus planes de ingeniería social.
Para salir del mundo colectivista en que vivimos, ahora más que nunca, debemos recordar las palabras de Fernando Parrado. Superviviente del accidente aéreo en los Andes en 1972, Parrado se jugó la vida atravesando montañas en busca de ayuda para sus compañeros. Tras su hazaña, reflexionaba: “Durante esta tragedia, lo que nos salvó no fue ni la inteligencia, ni el coraje, ni ningún tipo de competitividad o sentido común, sino nada más que el amor, el amor que sentíamos el uno por el otro, el amor por nuestras familias. Todos nos dimos cuenta, con una claridad difícil de describir, de que lo único crucial en esta vida es la oportunidad de amar y ser amado.”
En tiempos de virus, durante esta tragedia, nosotros también tenemos una oportunidad única: pagar la deuda de amor con nuestros mayores. Su vida es nuestro tesoro ¡Defendámoslo!
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