DISCURSO EN LA III JORNADA DE PUERTAS ABIERTAS (24/2/2018)
Queridos amigos,
Muchísimas gracias al Club de los Viernes por invitarme a la Asamblea Anual, a este día de puertas abiertas que congrega a socios y simpatizantes. Tengo que decir y reconocer que jamás me había visto en otra. Suelo participar en almuerzos o cenas reducidas con comensales que comparten las ideas que nos inspiran, comensales liberales, llamémoslo así, pero he estado imbuido siempre de la opinión convencional de que los liberales en España cabían en un taxi, y ahora compruebo con gran satisfacción que no, que no es así, que somos, no sé si muchos, pero desde luego muchos más de lo que yo imaginaba. Gracias sobre todo a Javier Jové Sandoval, al que he conocido personalmente hoy mismo, y que me estima más de lo que merezco y celebra todos los artículos que le envío y que imagino que comparte con vosotros. Y ahora si os parece entro en materia. Justo el año próximo, Actualidad Económica, la revista que dirijo desde hace más de 10 años, y que seguramente muchos de ustedes no han leído jamás, en la mayoría de los casos porque ya no leen papel, cumplirá 60 años, que son muchos. En 1958 empezó ocupándose básicamente de la información sobre la bolsa pero ya entonces incluía artículos de enjundia sobre España y el extranjero. Desde entonces y a lo largo de las siguientes décadas, la revista ha venido defendiendo tres principios fundamentales del pensamiento liberal que, como es natural, siguen igual de vigentes que siempre: que hay que renunciar a la inflación como modo de financiar el gasto público y como palanca de crecimiento, creyendo como es el caso que la inflación es además el impuesto que castiga sobre todo a los más desfavorecidos. El segundo es que hay que renunciar a la protección comercial de cualquier clase, frente al exterior e internamente. En el caso del exterior, es un hecho que lo hemos logrado con creces, pues España es hoy unos de los países más abiertos al mundo, pero no así en el interior. Aquí debemos estar alerta frente a los que quieren detener a empresas imponentes como Amazon, que tan felices nos hace a diario, o quieren frenar la expansión de la economía colaborativa, de los Uber, los Cabify, de Airbnb con argumentos ridículos y con la declarada intención de proteger al comercio antiguo que se resiste a modernizarse y a evolucionar con los tiempos, que quiere frenar sin razón a las grandes superficies pidiendo más impuestos y que aspira, en fin, a vivir siempre al abrigo del Estado. El tercer principio que siempre ha guiado la revista, y que tiene que ver con lo que acabo de decir, es el de abjurar de la intervención pública en la economía. Como les decía, hace diez años que soy el responsable de la revista, que también suman mucho, y me he encargado de que estos principios fundacionales hayan seguido durante todo este tiempo más vivos que nunca.
Nosotros somos una revista liberal que cree firmemente en el mercado. Pensamos que no hay nada más democrático ni más perfecto, dentro de las limitaciones de toda construcción humana. Somos unos firmes defensores del capitalismo, ese modelo económico al que llamamos así, sin ambages, y que es el que ha provocado más prosperidad que ningún otro, el que ha reducido al máximo en términos históricos la desigualdad y el que ha contribuido más firmemente a combatir la pobreza en el conjunto del mundo. Nuestro adversario es el socialismo, en cualquiera de las manifestaciones que se presente, en la extrema de Podemos, en la más convencional del partido que lidera Pedro Sánchez, o en la más inquietante, que es la que albergan no pocos corazones acomplejados de la derecha. Creemos que no se puede ser liberal y socialista al mismo tiempo. Igual que una señora no puede estar medio embarazada, o se es socialista o se es liberal. El socialismo es constructivista, piensa en el fondo que una serie de personas, presididas por la mejor de las intenciones e incluso imbuida por conocimientos colosales puede conducir a la prosperidad mejor que ninguna otra opción. Pero nosotros, por el contrario, creemos en el orden espontáneo, en la mano invisible de la que hablaba el inefable Adam Smith, esa por la que los individuos buscando el interés personal promueven, sin planteárselo, el mayor bien común posible. Para que el mercado pueda producir sus efectos benéficos sobre las personas es preciso que las leyes protejan la propiedad privada y la libertad de empresa, que los impuestos sean lo más bajos posibles, que el Estado sea pequeño y eficaz y que las normas favorezcan la competencia de los negocios. Estamos desde luego también en favor de los empresarios. Creemos que son el motor de la sociedad y que la búsqueda del beneficio es el combustible que alimenta la prosperidad general. Pero es un hecho que los empresarios no gozan en el país de la fama que merecen. Hay una cierta cultura anti empresarial en la sociedad española que se transmite en las escuelas, en los periódicos, en los foros políticos, en los púlpitos, en la literatura. En muchos de los manuales que estudian nuestros hijos el empresario es visto injustamente como un depredador que mueve los hilos del sistema en su propio beneficio y en contra del interés general, en lugar de ser descrito como lo que de verdad es: aquel gracias a cuya iniciativa las mejoras materiales se extienden, el bienestar se generaliza y se crea empleo. Y si esto es lo que estudian nuestros hijos, si se les dice que la globalización es una fuente de desigualdad, cuando es justamente lo contrario, la que ha sacado de la pobreza a millones de personas en los últimos años, o que las multinacionales son perversas es normal que no surjan las vocaciones empresariales y el número de emprendedores que necesitaríamos para asegurarnos un futuro brillante. Hay que luchar contra este estado de opinión y desde luego nosotros lo hacemos sin desmayo, en la revista, en nuestra web, con los premios que convocamos regularmente reconociendo a los mejores empresarios de todas las autonomías españolas.
Nosotros creemos en la libertad, en el mercado, en la libre empresa, pensamos que todas las personas deben responsabilizarse de su propio destino, pero tenemos tan nobles sentimientos como los demás. No somos unos malvados. También pensamos que no es aceptable dejar en la cuneta a aquellos que por mala fortuna o incapacidad invencible no pueden sobrevivir por sí mismos. Pero sólo a estos. Estamos en contra de la cultura asistencial, porque ésta fomenta a los parásitos, a aquellos que pudiéndose ganar la vida por sus propios medios, han claudicado y exigen cerrar el paso a los que triunfan o tienen posibilidades de éxito. Porque los subsidios impiden que explote la capacidad de generación de riqueza que anida en todas las personas sin excepción, y porque va creando ese caldo de cultivo que consiste en vivir de la sopa boba, y que excita de paso el resentimiento y la envidia hacia el que progresa por sí sólo, sin la muleta estatal.
Creemos que es preciso transmitir a las generaciones futuras que el Estado de Bienestar, tal y como lo hemos conocido hasta la fecha, no es recuperable. No sólo no es sostenible financieramente sino que no es bueno desde el punto de vista cultural, porque fomenta la cultura de la dependencia en detrimento de la soberanía personal y de la iniciativa individual. Hay que desmitificar las ventajas de la red de seguridad pública, persuadir a las nuevas generaciones de lo pernicioso de los subsidios y de las ayudas, por los que somos personas atadas al Estado desde la cuna hasta la tumba. Hay que enfatizar la grandeza de la libertad y de la responsabilidad en el destino de nuestra propia vida, la prevalencia de los deberes sobre la catarata de derechos, muchas veces ridículos, siempre costosos e imposibles de financiar.
Estoy completamente persuadido de que las claves del éxito de los países son una economía abierta, una sociedad civil fuerte, un compromiso para reducir el peso del Estado y la invasión política de la esfera social, que es el origen de la corrupción, así como una defensa de la responsabilidad individual en el destino de la propia vida. Hay que dejar de tratar a los ciudadanos como víctimas, de contemplarlos con paternalismo. Dar la gente todas las facilidades y oportunidades para que saque lo mejor de sí misma. Y sobre todo conviene a todas luces reinstaurar en lo alto de la escala moral y social la figura el empresario, que ha sido injustamente tratada y dañada al hilo de los casos de corrupción, pero que es esencial para el progreso de la sociedad. El empresario es el que empeña su patrimonio en pos de un futuro incierto, el que pelea en muchas ocasiones contra la adversidad, frecuentemente con un marco normativo poco favorable, pero el que se levanta cada mañana con el afán de servir a los ciudadanos, procurando satisfacer sus demandas con la mayor calidad y al mejor precio, también en la esperanza de obtener el mayor beneficio posible, que es algo muy saludable. Muchas veces me encuentro con empresarios que tienen cargo de conciencia por tener éxito, por estar haciéndolo bien, por haber sorteado la crisis fabulosamente, aunque ellos haya sido posible solo gracias al trabajo duro y el buen hacer. Se sienten en deuda con la sociedad, y esta es la razón que aducen algunos para hacer obras de filantropía. El altruismo es estupendo pero sería una pena enfocarlo mal. Los empresarios no están en deuda con nadie. Justo al contrario, su interés genuino es prestar un servicio a la sociedad nutriendo del mejor modo posible sus necesidades. Ya dan a la sociedad todo de lo que son capaces a través de su función de producción de bienes y servicios. Desde luego que esto es compatible con la filantropía, que nace de la vinculación espontánea con la suerte de los vecinos que nos rodean. Pero, insisto, no hay motivo para que los empresarios ni ninguno de los triunfadores en cualquier orden de la vida para tenga cargo de conciencia sino muchos motivos para ir con la cabeza bien alta y para dormir muy tranquilos.
Amigos: estamos en un país administrado por unos partidos volcados en una política social que me parece equivocada. En el buenismo. En lo políticamente correcto. Por eso otro de nuestros afanes diarios es combatir este estado de opinión venenoso, desmontar lo que ahora se conoce como posverdad. Porque desde tales planteamientos es normal que surjan propuestas completamente disparatadas como que los salarios deben subir sin tener en cuenta la productividad de las compañías, o que hay que aumentar los impuestos a las grandes empresas, como si ya no pagaran suficientes, o que hay que penalizar fiscalmente a los ricos, detrás de lo que se esconde la voluntad de castigar preferentemente a las clases medias, a los que mejor lo hacen, a los que tienen éxito, o que hay que establecer rentas mínimas cuyo resultado no querido siempre será el de desincentivar el esfuerzo y profundizar en la falta de empleabilidad de las personas.
Pero este camino editorial que nos hemos marcado, y que me parece que comparte del Club de los Viernes, es muy pedregoso. Los adversarios nos acechan detrás de cada esquina. No hay día que pase sin que los sedicentes economistas e intelectuales de la izquierda coloquen su insidiosa mercancía, que consiste en repetir hasta la extenuación que, como consecuencia del capitalismo, o de las políticas de austeridad y de los recortes que sólo han existido en la imaginación calenturienta de los demagogos, estamos en un país al borde del colapso, en el que la desigualdad ha alcanzado cotas intolerables y el riesgo de pobreza es acuciante. No importa que las estadísticas desmientan la catástrofe, pues el índice Gini -que mide la desigualdad de rentas- aumentó menos de dos puntos durante la Gran Recesión y está recuperándose aceleradamente, al tiempo que, desde el punto de vista del gasto, la desigualdad entre los ciudadanos ha retrocedido en España durante la crisis, según acaba de demostrar el solvente servicio de estudios de BBVA. Este dato despreciado por los maledicentes es singular porque significa que el acceso de lo que la izquierda considera clases precarias a los bienes de consumo corrientes es cada vez más franco y menos distante del de los privilegiados. Pero amigos, nuestros enemigos tienen, sin embargo, mucho arte. Son unos maestros en el uso de la propaganda, que se basa en la repetición constante de la añagaza hasta hacerla pasar por una falsa verdad que prenda incluso entre los que se están beneficiando de un crecimiento robusto y de unas oportunidades de empleo inéditas. El mensaje dirigido a todos ellos es que no tienen motivos para estar satisfechos porque les pagan mucho menos de lo que merecen mientras las empresas inflan sus beneficios y los pensionistas viven cada día peor. Naturalmente, todos estos hechos son falsos. Ya sé que es políticamente incorrecto señalarlo, pero para los jubilados la crisis ha sido cosa de los demás, pues la baja inflación les ha permitido recuperar cada año poder adquisitivo, e incluso en Cataluña, donde hemos generado unos jubilados graníticamente independentistas con nuestro dinero, les ha dado el vigor preciso para respaldar esas manifestaciones en pos de una secesión que solo les produciría un sufrimiento brutal y totalmente desaconsejable a ciertas edades.
Las empresas, sin embargo, han sufrido notoriamente la recesión, viéndose abocadas muchas de ellas al cierre. Pese a los descontentos y réprobos por naturaleza, sólo la reforma laboral ha permitido a otras tantas compañías sobrevivir milagrosamente, gracias a que han podido acomodar los costes a la situación del mercado, bajando salarios para ganar competitividad y evitar una destrucción de empleo que habría sido todavía más nociva de haber persistido las normas legales que avala la izquierda en favor de los sindicatos desnortados y de los trabajadores protegidos por contratos indefinidos que solo piensan, como es natural, en sí mismos. Pero lo cierto es que la boyante recuperación económica, ahora amenazada por el conflicto catalán, ha generado medio millón de empleos al año y ha situado la tasa de paro cerca del 16%. Sobre este logro indiscutible escupen sin embargo a diario los profetas de la hecatombe, que no pueden soportar que los ciudadanos recuperen el aroma agradable de la esperanza. Este sentimiento obsceno y vil demuestra la escasa consideración moral que merece el trabajo a los intelectuales progresistas. Ellos prefieren a la gente en casa, en pijama, viviendo del Estado antes que ver cómo empieza a salir del atolladero y siente un cierto sentimiento de gratitud por el gobierno que algo ha ayudado a su cambio de perspectiva, que es el «gobierno infame» de la derecha.
Llegados a este punto, no quiero que me malinterpretáis o que saquéis una conclusión equivocada ni de mí, ni de la revista que dirijo, ni de las ideas que defiendo. Nosotros no somos del PP, no somos de Rajoy, no somos del establisment. Sólo somos liberales, que ya es mucho. Al contrario, vivimos como todo los que estamos aquí con decepción que el Gobierno de la derecha haya sido tan timorato en las reformas y que haya renunciado a tener un proyecto ideológico capaz de seducir y de involucrar a los ciudadanos, porque las ideas importan y tienen consecuencias. La izquierda las tiene, y son todas malas. Ya estamos viendo que, a medida que el conflicto catalán se convierte en rutinario, la izquierda, y la más importante, que es el Partido Socialista está empezando a sacar a pasear su programa de máximos, que pasa por un aumento todavía más brutal del salario mínimo, con su plan de rentas mínimas generalizadas para rescatar a esas 700.000 familias, tan pobres a su juicio que casi parecen cerca de la extremaunción, y ahora con el último mantra, que es el de atacar una presunta brecha salarial que es un perfecto invento, pues ningún empresario cabal ha pagado ni ahora ni antes a los trabajadores en función del género sino en función de valor añadido que cada cual aporta a la compañía. La izquierda maneja o se inventa datos falsos con el único propósito de desacreditar al «infame gobierno» de la derecha, deslegitimar la recuperación y crear un gran cargo de conciencia entre aquellos que, también naturalmente, al tiempo que empiezan a encontrar un empleo y ven la luz de la prosperidad delante, se sienten renovadamente alegres y confiados. Esto resulta insoportable para los negacionistas. Y necesitan ensuciarlo con lo peor que encuentren a mano. Me parece que nosotros tenemos las ideas más claras. Sabemos que si continúa aumentando el salario mínimo como quieren algunos, las compañías prescindirán de los empleados que aportan un valor añadido inferior al nuevo salario legal que se establezca y desde luego se cuidarán muy mucho de ampliar sus plantillas. También sabemos que subir los impuestos a las empresas como también pretende la oposición es una pretensión muy popular pero sería algo completamente deletéreo, porque la gente no repara en que si esto ocurre, las compañías aplicarán el más elementas sentido común, y o bien aumentarán el precio de los bienes y servicios que producen, castigando a los consumidores o, si esto no es posible, por el efecto de la competencia, prescindirán de parte de sus trabajadores. Sabemos que es una idea igualmente equivocada reducir la jornada laboral a 35 horas, de la que ahora nadie habla, pero que les recuerdo que forma parte del programa económico del Partido Socialista, y cuya resurrección está a la vuelta de la esquina con motivo de la revolución digital, a pesar de que la evidencia empírica enseña que las revoluciones tecnológicas generan nuevos puestos de trabajo que compensan de largo la destrucción del tejido productivo obsoleto o poco competitivo, y que la experiencia demuestra que el trabajo no es una cantidad fija e inamovible que hay que repartir. Nunca una revolución tecnológica ha empeorado el nivel de vida de los ciudadanos. Si contemplamos lo que está pasando con pesimismo y reticencia como hacen muchos de nuestros intelectuales y nuestros políticos estamos condenados a desaprovechar las inmensas oportunidades que ofrece el cambio técnico. No sólo no podemos ni debemos detener el progreso sino que estamos obligados a coger este tren a tiempo.
Amigos: la izquierda, como siempre tiene una visión extremadamente pesimista del mundo y de lo que ocurre en nuestro país. Pero nosotros somos liberales. Nosotros somos diferentes. Somos positivos. Somos optimistas. Confiamos en las personas. Soy de los que pienso que pesar de los innumerables problemas que tenemos, me parece que el país va bastante mejor de lo que revela el sentimiento público contaminado, y aquí hago un mea culpa por el comportamiento de buena parte de los medios de comunicación. Si usted pone la televisión cada mañana y se entrega a la multitud de informaciones incompletas y a veces sectarias que abundan obtendrá una percepción fatal, muy distinta de lo que yo aspiro a trasladarles. Tratarán de persuadirle de que estamos ante un escenario en el que no cabe la esperanza, de que la desigualdad se ha convertido en algo intolerable, un hecho que carece de cualquier aval científico, de que el empleo que se crea es precario o a tiempo parcial, de que se ha infligido un dolor inmenso a la sociedad con los recortes, que es necesario paliar con aumentos del gasto público, cuando lo cierto es que el gasto social per cápita es ahora muy superior a cuando Zapatero abandonó la Moncloa. También sacará la conclusión de que España es un país anegado por la corrupción en el que además la justicia brilla por su ausencia. No hagan caso. No caiga en el resentimiento, ni en la revancha ni en el pesimismo ontológico que nos quieren vender algunos. No es verdad que todos los políticos sean unos corruptos. No es verdad que todos roban. No es verdad que los próximos también robarán. Y desde luego tampoco es cierto que la corrupción sea el producto del sistema capitalista. Justo al contrario, ha sido la ausencia de mercado la causa de lo que ha ocurrido. Por ejemplo, con las cajas, que como sabéis eran una parte del sector público, pues no cotizaban en bolsa, no tenían propietarios conocidos y estaban gestionadas por políticos ignorantes en cuestiones financieras con intereses espurios. O por ejemplo con los ERES en Andalucía, o con el asunto de la familia de Pujol y de otros escándalos en Cataluña, con los destrozos de la Gurtel o de la Operación Púnica en Madrid y desgracias similares. Todos estos latrocinios tienen que ver con el enorme poder atesorado por autonomías y ayuntamientos en la concesión de obras públicas, con la arbitrariedad de las decisiones adoptadas y con el carácter venal de las personas implicadas. Nada que ver con el capitalismo sino con su falta.
Como ya les he sugerido antes, lo único cierto en España, lo único realmente cierto es que la economía todavía va como un tiro –sobre todo si ponemos entre paréntesis el efecto nocivo que puede tener el conflicto catalán-, y que esto debería poner encima de la mesa la responsabilidad histórica ante la que nos encontramos. Sería una pena que no se impulsaran las reformas que son urgentes para consolidar un país que tiene muchísimos defectos, y una tasa de paro todavía lacerante, pero que tendría un futuro muy prometedor si las cosas se hicieran bien. Queridos amigos: vivimos en un mundo con grandes dosis de liquidez y una competencia feroz. Si ponemos en marcha políticas equivocadas, los inversores cogerán su dinero y se lo llevarán a destinos menos hostiles. Si con el pretexto de combatir el populismo y el nacionalismo, ganan influencia política formaciones con programas que proponen aumentar los impuestos, estatalizar la economía, impedir el libre comercio, dar más poder a los sindicatos y castigar a las grandes empresas es seguro que saltarán por el aire las expectativas económicas, se instalará de nuevo la incertidumbre y perderemos con rapidez el crédito internacional que tanto nos ha costado construir.
Yo al menos tengo muy claro qué es lo que sucede y el país que habita cada cual. La izquierda prefiere una sociedad de subsidiados, añora ese estado de bienestar destructivo que penaliza el esfuerzo y mina la autoestima personal. Yo prefiero el país en marcha que ha gozado del mejor verano de su vida y que tiene unas expectativas alentadoras y estimulantes si fuéramos capaces de persuadir al mayor número de gente posible de la bondad de las ideas que defendemos, Actualidad Económica y desde luego el Club de los Viernes. Yo creo que todos los que estamos aquí tenemos un objetivo común: estamos para desmontar las falacias con que nos contamina a diario la izquierda, y para defender enardecidamente el capitalismo, que no necesita impulso civilizador alguno, porque sencillamente es el modelo político más alineado con la naturaleza humana. Algunos intelectuales, incluso algunos muy respetables por su trayectoria, vuelven a ocupar estos días la plaza pública denunciando la falta en España de un contrato social. Falseando los datos de desigualdad y de pobreza debelan el capitalismo sin freno que en su opinión está abocado al fin si no se humaniza, se civiliza o se modera. ¿Quieren que les diga que me parecen todas estas vainas? Pues que no son más que monsergas de gente acomplejada que en el fondo, admitiendo y viviendo de la economía de mercado, son socialistas de corazón. La propaganda socialista les ha hecho efecto. Se sienten mal. Les han convencido de aquello del capitalismo salvaje. Mi opinión es radicalmente contraria. Creo que no cabe contrato social alguno, de ningún tipo, porque lo único que late detrás de esta idea nociva es aumentar la redistribución de la renta castigando a las unidades productivas. Por mucho que lo diga la Unión Europea, el propio Banco Central Europeo, o quien sea esta no es la manera de combatir el populismo. Ni Europa ni desde luego España necesitan más Estado: más impuestos, más burocracia, más redes clientelares o más subsidios que desincentivan el trabajo. Lo que España necesita son instituciones más amigables con la creación de riqueza. En vez de imponer a los ciudadanos un nuevo contrato social que otorgue más poder al Estado, asegurémonos simplemente de garantizar la existencia de una sociedad de individuos libres y responsables capaces de firmar a título individual todos aquellos contratos individuales que deseen. Al populismo se le combate con los hechos formidables a que a lugar una sociedad lo más libre posible, lo más formada posible, lo más competitiva posible. En nuestra revista tratamos, como decía que desmontar estas monsergas morales y sociales nefastas para el bienestar común, y por el contrario, hablar de aquello que verdaderamente interesa al país: que es la competitividad y la productividad. Estas son las claves del progreso de las naciones que quieren evitar a toda costa la postración. España no tiene un problema de salarios, España tiene un problema de productividad, y esta solo se consigue con una formación adecuada, con la mejor educación posible para nuestros jóvenes, y con la reconversión de los que actualmente están parados, a los que hay que decirles la verdad. Y la verdad es que difícilmente encontrarán una ocupación si están quietos, si se quedan en casa, si no se forman y se preparan para los nuevos tiempos.
Estas son las ideas que defienda la revista. No se me ocurre mejor política que aquella que trate de crear el mejor marco posible para el desarrollo de los empresarios y de los emprendedores y para que todas las personas puedan desplegar la creatividad que llevan dentro, que es mucha, pero que sólo florece cuando se pone a prueba, no cuando se anula y apaga con la protección estatal. Esperemos que así sea. Larga vida al Club de los Viernes. Larga vida a Actualidad Económica.
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