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El hombre unidimiensional

14 de septiembre de 2020 Por //  by Alejandro Gudesblat Dejar un comentario

En 1964, el filósofo y profesor alemán Herbert Marcuse escribió un libro que se convirtió en ícono: «El hombre unidimensional.» Marcuse nació en Berlín en 1898. Vale decir, creció con el siglo XX. Quizás por eso los acontecimientos que tuvieron lugar en su juventud como la Primera Guerra Mundial, la crisis económica alemana que vino luego y, finalmente, el surgimiento del nazifascismo en Europa, moldearon en forma indeleble su ideología. Falleció en 1979 cuando Jimmy Carter estaba en la Casa Blanca, la Unión Soviética se encontraba en la cima de su poderío y no era muy aventurado pensar que el capitalismo y la era de la democracia misma llegaban a su fin.

La obra del profesor alemán se vincula fuertemente con la de sus contemporáneos Charles Wright Mills y Vance Packard. En los tres casos, el análisis es invariable. El mundo occidental esconde rasgos totalitarios bajo una fachada democrática. Marcuse argumenta que la sociedad industrial avanzada crea falsas necesidades, las cuales apresarían al individuo en el ya existente sistema de producción y consumo. Este sistema, por lo tanto, daría lugar a un «universo unidimensional» en el que no existe la posibilidad de crítica u oposición a lo establecido. Wright Mills ilustra este concepto diciendo que «la burocracia ha sobrepasado al trabajador urbano, quitándole toda independencia y convirtiéndolo en una especie de robot que es oprimido, pero se mantiene feliz. Se alinea al mundo por su incapacidad de afectarlo o cambiarlo.» Por su parte, Packard es célebre por sus investigaciones del uso de técnicas psicológicas manipulativas como las tácticas subliminales para inducir el deseo y la necesidad de productos de consumo, particularmente durante la era de posguerra, y el uso de esas mismas técnicas para promover políticos al electorado elección tras elección.

Maruse, además, era marxista. Y desde ese basamento ideológico, propone un ataque contra «la ideología de la sociedad industrial avanzada.» Una ideología que desvirtúa la naturaleza profunda de los seres humanos, los aliena y convierte en pobres seres conformistas apabullados por la gran cantidad de bienes de consumo que el sinuoso aparato productivo pone a su disposición mientras secretamente lo priva de la libertad de elegir porque, en definitiva, «la sociedad tecnológica es un sistema de dominación.»

Sin embargo, Marcuse advierte que llega un punto en que no puede montar su crítica (y su cólera) sobre el eje «pobres vs. ricos» -es testigo de la prosperidad de las clases medias americanas después de la formidable recuperación económica de la Gran Depresión- y se dedica a reformular el ataque desde otra perspectiva: ya no se puede (como Marx profetizaba) esperar una lucha de clases, ya que la sociedad tecnológica ha desquiciado el mecanismo de los procesos sociales, anestesiando a los trabajadores hasta convertirlos en el engranaje insensible de un sistema de avance científico y técnico que dicta su propia dinámica. «Este hombre unidimensional -observa- carece de una dimensión capaz de exigir cualquier progreso de su espíritu.» La cultura, por su parte, está sometida a las normas del mercado que la hacen totalmente dependiente del mismo, por lo que no puede ayudar mucho.

¿Cómo escapa el ser humano, entonces, de esta sociedad tecnológica, industrial y capitalista que lo somete? En primer lugar, admitiendo que no hay totalitarismo como el de las sociedades avanzadas de Occidente donde prevalece la propiedad privada, divorciada de los intereses de los individuos. Una vez que se ha entendido este concepto, buscar en el control estatal de los medios de producción la verdadera libertad moral que el capitalismo le ha quitado a las personas. Marcuse dice: «Dado que el desarrollo y la utilización de todos los recursos disponibles para la satisfacción universal de las necesidades vitales es el prerrequisito de la pacificación, es incompatible con el predominio de los intereses particulares que se levantan en el camino de alcanzar esta meta. El cambio está condicionado por la planificación en favor de la totalidad contra estos intereses y una sociedad libre y racional sólo puede aparecer sobre esta base.» Y luego añade, «Hoy, la oposición a la planificación central en nombre de una democracia liberal que es negada en la realidad sirve como pretexto ideológico para los intereses represivos. La meta de la auténtica autodeterminación de los individuos depende del control social efectivo sobre la producción y la distribución de las necesidades materiales e intelectuales.»

¿Quiénes iban a llevar a cabo el rechazo a la «represión» de las democracias liberales? No otros sino «los proscriptos, los explotados y perseguidos, los desempleados y los que no pueden ser empleados. Su fuerza está detrás de toda manifestación política en favor de las víctimas de la ley y el orden.» El sentido en que está empleado el concepto de «víctima» lo dice todo: es una auténtica proclama en contra de un sistema que convierte al ser humano en autómata.

Todo esto está muy bien, pero lo que no encaja es lo siguiente: mientras Marcuse efectuaba sus tan concienzudos análisis, el ser humano escapaba horrorizado por encima del muro de Berlín y de toda alambrada tendida en todo paraíso marxista de la Tierra sin excepción en busca de un sistema unidimensional, bidimensional, tridimensional, pentadimensional, multidimensional , intradimensional, extradimensional, sobredimensional, subdimensional, paradimensional, filodimensional o lo que fuera, menos el que le imponía la gente que pensaba como Marcuse. Cualquier cosa estaba bien para el ser humano (hasta el capitalismo podía ser) menos el comunismo. Es una pena que Marcuse no haya vivido para ver la caída del muro de su Berlín natal. Eso seguramente le habría hecho cambiar de idea.

Alejandro Gudesblat

57 años, nacido y vivo en Buenos Aires. Maestro de escuela de primaria.  Me recibí en el Profesorado Mariano Acosta de esta ciudad.

Archivado en:Artículos y opinión Etiquetado con:Muro

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