Lo políticamente correcto
Maniqueísmo: “Tendencia a reducir la realidad a una oposición radical entre lo bueno y lo malo”
Diccionario de la RAE
Imaginemos que una asociación de jueces concluyera su comunicado sobre la reforma laboral con una declaración de intenciones similar a la que Jueces para la Democracia hizo en febrero de 2012 cambiando sólo dos palabras:
Nuestra obligación como jueces garantes de los derechos fundamentales de los empresarios es continuar aplicando las leyes laborales conforme a los principios y valores constitucionales, poniendo freno a los posibles abusos que tan amplias posibilidades de disposición del contrato de trabajo que se otorgan al trabajador. Seguiremos sin duda en esa línea, obviando las muestras de desconfianza del legislador materializadas en las reformas introducidas a la ley procesal, aún desde la insostenible carga de trabajo que estamos soportando.
¿Qué le parecería a usted este discurso? ¿Cómo reaccionarían los sindicatos, los partidos, los medios de comunicación, las redes sociales o las instituciones, como, por ejemplo, el Consejo General del Poder Judicial? ¿Qué trabajador por cuenta ajena presentaría una demanda ante el juzgado de lo social confiando en una aplicación imparcial de la justicia?
Pues eso mismo que está usted pensando es lo que seguramente piensa la mayoría de los ciudadanos, incluidos los propios jueces, sea cual sea su opinión sobre la reforma laboral: la justicia debe garantizar los derechos constitucionales de todos los ciudadanos aplicando la Ley desde la más estricta imparcialidad e independencia.
Entonces ¿por qué se ve como algo normal la afirmación de la asociación citada de que es obligación de los jueces “seguir siendo garantes de los derechos fundamentales de los trabajadores aplicando las leyes laborales para poner freno a los abusos de los empresarios”?
La explicación a esta paternalista concepción del derecho laboral que procede del franquismo y consiste en la compensación del desequilibrio existente entre el trabajador y el empresario y la protección de aquel frente a éste al margen de las circunstancias de la empresa, de la situación económica o de la propia voluntad de las partes, puede encontrarse, entre otras razones, en la maniquea idea, ampliamente extendida, de que la sociedad se divide siempre en dos partes antagónicas formadas por “colectivos” presuntamente homogéneos que se contraponen.
Atienda por un momento
A este respecto, atienda por un momento a lo primero que le viene a la cabeza cuando escucha alguna referencia a estos grupos: los trabajadores, los pobres, los marginados, los inmigrantes, los vascos, los catalanes, los inquilinos, los consumidores, los hipotecados, los jóvenes, las mujeres, los discapacitados, los homosexuales, los negros, los gitanos, los ciclistas…
Ahora haga lo mismo con estos otros: los empresarios, los ricos, los integrados, los naturales del país, los españoles, los propietarios, los productores, los bancos, los adultos, los hombres, los heterosexuales, los blancos, los automovilistas….
Sin duda, la inmensa mayoría de ustedes, por no decir todos, habrán pensado automáticamente en la siguiente dicotomía: los primeros son “buenos” por naturaleza y dignos de “protección” –la gente, el pueblo, los de abajo- porque se trata de “sectores sociales” explotados, oprimidos, débiles o discriminados, mientras que los segundos son intrínsecamente “malos y perversos” por formar parte de la casta de los privilegiados, los opresores, los fuertes o los explotadores.
Desde esta perspectiva, ¿en donde se ubica un hombre blanco, maduro, castellano, trabajador autónomo, con unos ingresos medios de 1.500 € al mes, inquilino, heterosexual, casado y con tres hijos, unas veces peatón y otras automovilista? ¿Gente o casta? ¿Y una mujer descendiente de inmigrantes, joven, catalana, asalariada de una multinacional, con un sueldo de 5.000 € al mes, propietaria de una vivienda con hipoteca, lesbiana, soltera, con un hijo adoptado, y en sus ratos libres ciclista?
La natural tendencia de los seres humanos a crear y sentirse ligados a estereotipos o categorías sociales es aprovechada en este caso por las élites dirigentes (políticas, empresariales, sindicales, culturales, mediáticas, etc.) y sus satélites, que conforman el actual consenso socialdemócrata en los países desarrollados, para seguir detentando su poder o influencia creando sin que nos demos cuenta una nueva religión “laica y pública” que define el bien y el mal mediante la imposición permanente de la censura de lo políticamente correcto, cuyo único dios verdadero es un ente abstracto llamado “Estado” (las Administraciones Públicas) que tiene la misión de velar por nosotros, regular nuestra vida, educarnos, protegernos de todo y ayudar a los desfavorecidos, conforme, exactamente, a la letra del Padrenuestro católico.
Esto no es nuevo. Ya me lo dijo hace más de treinta años un concejal socialista: hay que implantar un sistema público de servicios sociales para sustituir a la Iglesia.
Así ha sido y así lo anunció Hayek:
La sociedad simplemente se ha convertido en la nueva divinidad ante la cual se protesta y se pide reparación si no satisface las expectativas que ha creado
Diplomado en trabajo social, llevo 38 años prestando servicios como funcionario en diferentes ámbitos de las Administraciones Local y Autonómica en Castilla-La Mancha.
Desde que entré en esta segunda inocencia que da en no creer en nada* y adquirí una perspectiva concreta y práctica de la vida alejada de cualquier verdad o ideal inmutable e indiscutible, procuro huir de lo políticamente correcto y de las definiciones, adjetivos o etiquetas cuyo valor se encuentre en la pureza de sangre ideológica, tan habitual en el pasado y el presente de España.
También comprendí que mis ideas no responden a una concepción colectivista de la sociedad sino al principio “liberal” básico de ordenar la convivencia: que cada persona intente lograr sus objetivos individuales desde su propia responsabilidad y el respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los demás.
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