En España hay casi un millón de trabajadores que han sido declarados incapaces permanentemente para su trabajo, en concreto 947.000 a 31 de diciembre de 2017. Cantidad que equivale al 5 por ciento de los afiliados a la Seguridad Social, una cifra más propia de países que acaban de atravesar una conflagración bélica que de uno que lleva –afortunadamente- ochenta años de paz. En los últimos diez años el número de incapacitados ha aumentado en 40.000, a un ritmo de 4.000 al año.
La factura total para la Seguridad Social de las incapacidades permanentes asciende a 12.200 millones de euros al año y ha aumentado en 2.150 millones de euros en los últimos diez años, unos 200 millones de euros más cada ejercicio. El coste de las incapacidades permanentes se lleva el diez por ciento del total de la partida para pensiones.
De esos 947.000 incapacitados, casi el 60 por ciento lo son en grado de total, es decir, son personas que se supone que tienen unas limitaciones físicas o mentales tales que no pueden seguir ejerciendo la misma actividad que venían desarrollando con anterioridad, pero sí otras, por lo que muchos siguen trabajando al tiempo que cobran una pensión vitalicia media mensual de 754 euros. Además hay quienes acumulan varias incapacidades permanentes obtenidas en distintos regímenes de la Seguridad Social. Es más, también aquellas personas declaradas incapaces en grado absoluto –e incluso los grandes inválidos- pueden compatibilizar la percepción de su pensión (1.130 y 1.855 euros de media respectivamente) con el cobro de un salario por un nuevo empleo.
Las pensiones por incapacidad permanente estaban pensadas para compensar la merma de ingresos que podrían sufrir las personas que veían limitadas sus capacidades. Personas que tras un periodo de convalecencia, podían tener dificultades para reincorporarse al mercado laboral o que tendrían que hacerlo en trabajos con menos carga física y, por lo tanto, peor remunerados. Hoy, ello ya no es así y gracias a los avances tecnológicos y a la automatización de muchos procesos productivos, hay multitud de empleos en los que el salario no guarda una relación proporcional con las exigencias físicas, sino que incluso suele suceder al contrario y la retribución es, en muchos casos inversamente proporcional con los requerimientos físicos, por lo que dichas limitaciones no suponen un techo salarial.
Por todo ello, no parece muy lógico que haya personas que, percibiendo sueldos superiores a los que veían cobrando con anterioridad a la enfermedad que dio pie al reconocimiento de la pensión de incapacidad, las acumulen, pues no han sufrido merma económica que requiera ser equilibrada por la Seguridad Social. Lo lógico sería que se redefiniese el concepto de incapacidad permanente y que el importe de la pensión se modulase y complementara el sueldo actual hasta un máximo determinado (por ejemplo un ciento veinte por cien) del salario anterior a la declaración de incapacidad.
En definitiva, es preciso revisar toda la cartera de prestaciones de la Seguridad Social, muchas de las cuales fueron creadas en los años 50 y 60 del siglo pasado pensando en un mercado laboral y en modelos productivos hoy en día inexistentes.
JAVIER JOVÉ SANDOVAL (Valladolid, 1971) Licenciado en Derecho, Máster en Asesoría Jurídica de Empresas por el Instituto de Empresa y PDG por la Universidad Oberta de Cataluña, desde el año 2.000 desarrolla su carrera profesional en el sector socio sanitario. Es Socio Fundador del Club de los Viernes y miembro de la Junta Directiva del Círculo de Empresarios, Directivos y Profesionales de Asturias. Actualmente escribe en El Comercio y colabora habitualmente en Onda Cero Asturias y Gestiona Radio Asturias.
Deja una respuesta