Uno de los conceptos fetiche de nuestro tiempo es sin duda la igualdad. Siempre ha sido un concepto relevante y problemático dentro de la filosofía política y jurídica moderna pero la ideología colectivista posmoderna lo ha dotado de una significación y alcance sin precedentes. Se ha llegado a absolutizar, a elevar a principio rector de la programación ideológica del colectivismo actual. Pero el problema genuino de la igualdad pura en el ámbito humano es que no existe. Es un concepto que se refiere más a un objetivo programático de uniformidad que a una posibilidad alcanzable. Sólo opera a nivel conceptual y nominal, como constructo.
No hay dos seres humanos que sean totalmente idénticos o equiparables, ni siquiera dos hermanos gemelos los son físicamente. En cuanto a los miembros de una sociedad política, la identificación de dos o más individuos la hacemos abstrayendo otras cualidades y circunstancias que existen entre ellos. La igualdad, en consecuencia, es un concepto operativo del intelecto y a la vez puede convertirse en un objetivo programático: igualar a dos personas es reducir o eliminar sus diferencias, abstraer sus caracteres distintivos y enfatizar algún otro elemento que tengan en común. Esto puede hacerlo fácilmente el derecho. El ordenamiento jurídico, por su consideración de sistema normativo y por tanto abstracto y general, puede ofrecer reglas de atribución de derechos y obligaciones a sujetos que por compartir una determinada característica puedan ser considerados iguales formalmente ante la ley, obviando o abstrayendo otras cualidades o situaciones empíricas que los hacen de facto desiguales y diferentes.
La igualdad jurídica, en principio, estaría basada en una consideración abstracta y formal que resulta útil socialmente, máxime en una democracia moderna, en la que todos los miembros de la sociedad son considerados iguales ante la ley, no porque sean material o sustancialmente semejantes e idénticos -que no lo son-, sino porque como seres humanos y además miembros de una comunidad política (por ostentar la ciudadanía o nacionalidad, originariamente o adquirida), tienen iguales derechos a participar en la vida política de esa comunidad.
El problema de la igualdad reside pues en que no somos entitativamente iguales, sino que se nos puede considerar o nos consideramos iguales bajo unas determinadas circunstancias y aspectos específicos. Ahora bien, la tentación del igualitarismo es hacer de esta abstracción instrumental un absoluto genérico, racionalista e idealista, equiparando o uniformizando forzosamente lo que es no igual por diversas razones, naturales o culturales.
Aunque pueda resultar políticamente incorrecto, una cierta dosis de desigualdad es siempre positiva para una sociedad. La desigualdad genera incentivos, referentes y ejemplos. La desigualdad motiva cambios y activa potencias y esfuerzos dentro de un colectivo de individuos. Algunos quieren asemejarse entre sí y otros, por contraste, buscan distinguirse sobre los demás. Esta dinámica potencia las diversas y plurales aptitudes y actitudes, y en su conjunto, es motor de progreso y desarrollo social. Así, el alumno que ha contestado correctamente un examen debe obtener una mayor calificación que otro que no lo ha hecho tan bien. El profesor estaría obligado a reconocerle ese mérito y no hacerlo sería injusto. No se hace injusticia si al que más estudia y consigue demostrarlo en una prueba el profesor le atribuye una calificación mayor que a otro que no lo ha hecho o no ha conseguido plasmar su conocimiento en el examen. Lo mismo sucede en la desigualdad situacional entre el profesor y sus alumnos dentro de una institución educativa. Al profesor se le confiere de una autoridad docente porque está cualificado académicamente para impartir su materia a los estudiantes. Por tanto, esta desnivelación opera como una desigualdad legitimada, socialmente reconocida, una desigualdad funcional y operativa que permite la dinámica interna y el control y desarrollo de las sociedades e instituciones.
Lo mismo sucede en cualquier ámbito de la vida social donde sea necesario un orden organizativo, por mínimo y sutil que sea. El orden pide jerarquía, autoridad, estratificación, desnivelación, verticalidad, diversificación de funciones y actividades. Así lo demuestra la experiencia histórica en una multiplicidad de ámbitos, por ejemplo, en un ejército, un equipo deportivo, un sindicato, un partido político, una orden religiosa, una empresa o una familia. Casi todos los ámbitos humanos establecen y se basan en diferencias entre sus miembros o cargos orgánicos en función de una pluralidad de criterios y en atención a principios rectores de la institución de que se trate, que pueden ser cualificaciones, méritos, antigüedad, experiencia, responsabilidades asumidas etc. Las diferencias son connaturales a los individuos y a las organizaciones humanas y si son legítimas, es decir, si se justifican respecto al propio ámbito en que se aplican, realizan una función social incuestionable.
Profesor universitario y doctor en derecho. Investigador en materias de derecho mercantil y regulación de tecnologías digitales. Cultiva el pensamiento filosófico y el análisis de la actualidad política y económica.
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