Ayer, en una comida, volví a escuchar una frase que, a mí particularmente, me irrita profundamente: “a nosotros la crisis no nos afectó especialmente”.
Suelo ser prudente, incluso cuando me enfrento a acciones que en primer término podrían parecer injustas, pero llevo tiempo interiorizando dicha frase, y ya no pude contener la réplica, especialmente por el perfil de mi interlocutor, o bueno, interlocutores: una pareja de trabajadores públicos: funcionario municipal él, trabajadora de un centro de salud ella (por supuesto obviaré los detalles, pero no estamos hablando de un conserje y una auxiliar de enfermería, sino de gente de alto nivel, – aunque, para el fondo, habría dado igual-) que venían a enseñarnos su coche nuevo pagado a tocateja.
Y es que, efectivamente, no tenían razón: la crisis SÍ les ha afectado específicamente, pero porque lo ha hecho PARA BIEN.
Los trabajadores del sector público no han visto sus salarios especialmente recortados (aunque digan que sí, las comparaciones son simplemente odiosas). Un auxiliar administrativo (Paco) del sector privado se ha visto en la calle, viviendo de vuelta en casa de sus padres por años, estudiando una oposición por aquello de hacer algo, que tuvo que contemplar cómo acababa en manos del sobrino del consejero de turno, para acabar volviendo al sector privado por ochocientos euros al mes, mientras su homólogo en una Administración Pública (Jorge) ha seguido cobrando todos estos años el doble de sueldo, con el plus que su estabilidad laboral añade a su crédito bancario, ha podido optar a comprar activos (como la casa que nuestro Paco tuvo que regalar al banco) a una fracción de su valor, y a los baratos bienes y servicios que proporcionan las empresas que apenas pagan a sus empleados. (Sí, esas donde ahora curra Paco).
En otras palabras, la transferencia de riqueza de la España privada de Paco a la España pública de Jorge ha sido brutal.
Uno de los éxitos comunicativos que encumbró a PODEMOS fue el uso del concepto de casta, para referirse a una élite política y social, que por encima del sistema democrático medraba y prevalecía. No volverán a escuchar esa idea de sus labios o plumas, especialmente desde que desembarcaron en el poder, y especialmente desde que, por sus actos, su situación patrimonial y personal bien puede asimilarse a la misma.
El tema tiene bemoles, ya que, como la totalidad de sectores productivos privados dependen, de una manera o de otra, de una concesión administrativa, de un favor del Estado en definitiva, todos siguen el esquema de un chiringuito y es comprensible que la idea de casta cale. Lo malo de aceptar un favor que te beneficia a ti y perjudica a los demás es que te ensucia y blinda al que te lo otorga. Pero claro, si todos están igual de sucios, en realidad nadie, relativamente, está sucio. Si me beneficio de un chiringuito, pero estoy padeciendo que todos los demás tengan un chiringuito, ¿estoy siendo realmente favorecido?
La corrupción de aceptar ser beneficiado de una injusticia es la coartada para que tener que transigir con la corrupción de los demás, y obliga a mirar para otro lado cuando algún soldadito Pepe, romántico, íntegro y trabajador, se ahoga en un mundo que le aplica el reglamento correspondiente.
Y cuando en vez de ahogarse prospera, esa corrupción obliga a algo más abyecto que es buscar su aniquilación, ya que su éxito cuestiona y remueve los cimientos del sistema. Si la riqueza se puede generar sin favores, ¿hacen falta los favores?
Y en esto, la crisis ha supuesto un verdadero terremoto. Porque de repente, de este corrupto sistema de reparto donde todos comían las uvas de dos en dos, se ha quebrado para siempre, porque ahora sí hay vencedores y vencidos, discriminados y favorecidos. La realidad de que existe un grupo de gente cuya vida es más sencilla y bonita y otro que vive en el barro es incuestionable, sólo hay que ir en verano al pueblo y ver los coches de unos y de otros, las casas de unas y otras. (O echar mano de las estadísticas que establecen que en el sector público se cobra un 51% más, al margen de la titulación).
A mis interlocutores, los que dan origen a este artículo, además de argumentarles porqué eran parte de la “casta” que vilipendiaban, y hacerles ver su situación de privilegio, por mucho que entre sus compañeros cunda la queja y el victimismo, explicándoles los salarios y condiciones que sus homólogos privados percibían, les hice una sencilla pregunta, que últimamente hago a menudo: ¿estarías dispuestos a que se recortara vuestro salario proporcionalmente al paro que existe en España?
Huelga decir que desde el momento en que abrí la boca para replicarles, y antes de argumentar, ya sabía que no volvería a haber muchas más veladas.
Muy bueno,ya sabes lo que dice el refrán “la verdad ofende”.