Bien entendido, el reparto de fondos y competencias es un proceso político, sujeto a luchas de poder e ideológicas. Pero hay ciertos principios que todo Estado, que opta por la descentralización como elemento de desarrollo social y económico, debe respetar y que en España no se respetan. Un grado de civismo como el de Suiza, donde el Juramento de 1291 les vincula a un respeto por la libertad como responsabilidad, que en nuestro país es inexistente. Y en esto, lamentablemente, no hay distinción de color político o ideología. Porque si contrario a esos principios son los desafíos soberanistas de los nacionalistas, lo es de igual modo todas esas reformas de estatutos de autonomía que se tramitaron -y tramitan- para blindar las inversiones del Estado y reclamar competencias mirando hacia otras comunidades autónomas; escenificando una competición emocional, epítome de un regionalismo decimonónico incompatible con una democracia moderna inserta en la realidad europea y global.
La inutilidad de los esfuerzos hechos por reducir el déficit y la deuda autonómica, confirman las insostenibilidad de esta arquitectura, ante la evidencia de que es inviable financiar un sistema diseñado para que todos los techos de gasto salten por los aires. Un sistema que se basa en el reparto de la financiación como si fuese una tarta en la falsa idea de que la tarta puede aumentar infinitamente-, en lugar de optar por el choice and competition y la responsabilidad fiscal de recaudar lo que se gasta, y de responder de las decisiones ante los ciudadanos y ante la Administración central mediante una relación contractual. Un sistema hiperregulado, con diecisiete entes autonómicos -Reinos de Taifas al estilo del siglo XI- editando diariamente miles de páginas de normas y leyes, y con más de ocho mil ayuntamientos dictando sus normas, desaprovechando los beneficios de las políticas y las economías de agregración por el simple prurito de la notoriedad localista; en lugar de un sistema donde los distintos niveles del reparto competencial sólo ejerzan de regulador de un mercado en el que no fija las líneas estratégicas y que, bajo el principio de subsidiariedad, reconoce que hay entidades, empresas y una miríada de agentes particulares que están ya de hecho respondiendo a necesidades, que pueden ser reconocidas y financiadas, evitando crear estructuras públicas duplicadas y redundantes, y eliminado así la disfuncionalidad que supone que algunos ciudadanos, para poder elegir, paguen dos veces los servicios públicos, pasando de la cultura de la subvención a la cultura de la desgravación. De la cultura de la dependencia, a la cultura de la libertad.
El orden constitucional español dispone, frente a Alemania y a la Unión Europea, de una cierta ventaja comparativa: las reformas se facilitan gracias a la relativa fragmentación del poder constituyente derivada de atribuir a diversos poderes estatuyentes la capacidad de determinar el alcance de las propias competencias y, correlativamente, de las del Estado. Pero es tal fragmentación la que dificulta la articulación de un proceso de reforma de la distribución territorial del poder que incorpore un genuino proyecto constitucional, pues nos mantenemos aún en un régimen de emulación autonómica, más atentos a la expansión de las listas competenciales que al ejercicio de las competencias.
La búsqueda de la libertad exige, necesariamente, la apuesta por un estado descentralizado. Pero cuidado: no sólo es necesario defender la idea de menos estado en términos económicos, sino también en términos políticos, para garantizar la libertad del ciudadano y su capacidad de elección, haciéndola más accesible y cercano posible la estructura del Estado. En palabras del catedrático de economía pública Jorge Martínez-Vázquez: la descentralización es también más democrática. Una construcción nacional que preserve la unidad desde la aceptación de la diversidad y la descentralización política y administrativa, alejada de cualquier principio de desintegración, y consecuencia lógica de aplicar los principios del liberalismo político y económico. Una organización territorial del Estado que protege la libertad individual, promueve la creación de la sociedad del bienestar y riqueza para todos e introduce la eficiencia por competencia en la gestión de los presupuestos públicos. En definitiva: hacer posible una democracia liberal real.
ALEJANDRO ARIAS TORRES
Consultor laboral.
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