El Fin del estado
“De los fundamentos del estado, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno. El fin del estado, repito, no es convertir a los hombres en seres racionales en bestias o autómatas, sino lograr más bien que su alma y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que ellos se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas intenciones. El verdadero fin del estado es, pues, la libertad” (Spinoza, B. “Tratado Teológico-Político. Alianza Editorial. 1997. Madrid. Pág. 411).
Podríamos afirmar, con la presunción de equivocarnos, pero de qué trata la vida sino de asumir los equívocos (en un claro acto de rebeldía ante la razón instrumental que nos pretende perfectos, o lo que es peor, perfectibles para que siempre sumemos a costa de exfoliarnos en vida de nuestra humanidad) que la actualidad de la ciencia política, o de la filosofía política, se reduce a tal frase; El fin del estado. El mismo puede ser interpretado como una frase asertiva o, prescindiendo de los signos de interrogación, como una dubitativa o retórica, que pregunte, que cuestione, que inquiera, que incomode, que insatisfaga, que derrote la certeza que nos absolutiza en el presidio de la comodidad autómata de nuestras pretensiones en lo culmine de la pedantería.
Sin embargo, y más allá de la cita del inicio, que implica la necesaria referencia a la autoridad intelectual, independientemente de lo que se expresa (en este caso importa, al menos para nosotros), tal como los documentos académicos requieren, a los efectos que el autor de ocasión, cotice más en el mismo ámbito, traducido en lo tangible de mayores horas cátedras, a los efectos de tener un mayor mercado cautivo de a quienes imponerle la venta de sus libros, pueda tener el respectivo baño de ego que le brinde los medios en donde algún amigo o ex alumno, haya aprendido algo del oportuno profesante de ideas, muy raras vez propias, precisamente por la falla fundamental o fundacional de no haber tenido un estado que vele, por generar posibilidades de libertad.
Independientemente de donde usted sea, imagine una ciudad con casi la mitad de la población de pobres. Pobres estructurales, no de ocasión, como tal vez puedan ser los pobres Europeos, sin que esto sea una desvalorización de la pobreza reciente que pueden estar viviendo los ciudadanos de aquella parte del mundo. Estos pobres, lo son, porque sus abuelos han sido condenados a la misma pobreza y probablemente sus nietos difícilmente pueden salir de ella. Una pobreza que se traduce en no tener para comer, en que duela la panza, el estómago de hambre. En un lugar así, en donde tres cuartas partes de la población, viven de ingresos propiciados por el mismo estado. Un estado por otra parte, integrado a una Nación, que considera a este sector, casi parasitario, que lo declaro en algún momento inviable, surge, desde la praxis de la política, una propuesta que plantea que quién arribe al poder, otorgara una determinada cantidad de dinero a todos y cada uno de los ciudadanos. Esto generaría la disolución de las obligaciones del estado, de un estado de derecho más luego, en pos de una posibilidad de libertad práctica, en un mundo dominado por el imperio del capital. Esta realización sería el fin del estado, en su finalidad misma de propiciar la libertad.
En un lugar de las características mencionadas, en donde el estado no pudo realizarse o el intento de conformarlo, ha caído una y otra vez en un profuso y oscuro lago, desde el fondo más renegrido, emerge, el tiro de gracia, esta propuesta conceptual que generaría tras sí, amplias escuelas de pensamiento.
Los niños, o gurises, como se los llama en tal lugar, siguen el hambre padeciendo, el borrachín luchándola para embeberse en el fragor de su exceso, nosotros escribiendo, usted leyendo y un estado que nos oprime para que llevemos a cabo el objetivo para el cuál lo hemos creado. Es que le tenemos miedo, más que a la muerte, a la vida misma, en una de esas no resultaba tan complicada el vivirla, sin temores, sin ataduras, sin moldes preestablecidos que detengan nuestra marcha, como la de una hoja al viento, que en la sabiduría de la naturaleza por alguna razón cae allí en donde quienes no se animan a transitar la libertad, creen estar viendo locura o desprendimiento.
Graduado en Historia. De Avilés, Asturias.
Deja una respuesta