La clave de cualquier ideología es su base antropológica. Qué concepción del ser humano la inspira e impulsa. Conociendo los hechos realizados por la aplicación práctica de una ideología política puede descubrirse qué visión y principios del ser humano postula y persigue. Una ideología que sospecha de la libertad humana y de la iniciativa individual, que penaliza el mérito y el esfuerzo, ya preestablece un marco muy determinista, mecanicista y sospechoso respecto de lo genuinamente humano, el libre arbitrio y la capacidad para obligarse personal y responsablemente. Ése es el caso, precisamente, del socialismo, y en general, el de toda ideología colectivista o de carácter igualitarista. Su consecuencia no puede ser otra que el estancamiento del desarrollo social y la falta de eficiencia en cuanto a la asignación de los recursos escasos, al no haber incentivos para crear e innovar, cuyos presupuestos vienen de la iniciativa libre de las personas para autoorganizarse y coordinarse dinámicamente en proyectos y actividades.
En los contextos sin iniciativa privada autónoma, o donde ésta resulta muy costosa por determinadas interferencias, las necesidades y preferencias de los miembros de la sociedad pasan a asignarse por los poderes públicos en vez de descansar en la racionalidad de los individuos, familias y organizaciones. Y lo que habitualmente es peor: en materia económica, la sustracción de esta libertad para ofertar y demandar bienes y servicios lo establece coactivamente el Estado en comandita con agentes próximos a ellos en condiciones privilegiadas, desestimulando así la búsqueda del bienestar propio en los grupos sociales no favorecidos o aventajados por los poderes públicos o por los privados o corporativos predilectos por el sector público. La igualdad de oportunidades, presupuesto el respeto a la libertad y responsabilidad de la acción humana, es la piedra de bóveda de cualquier sistema político que aspire verdaderamente a un progreso socioeconómico duradero y sostenible. Lo contrario, desde la distorsión de la igualdad y de lo colectivo, termina generando empobrecimiento y exclusión, como nos demuestran las experiencias históricas del socialismo real en el siglo XX.
En no pocos efectos prácticos derivados de la aplicación del modelo de Estado socialdemócrata se está comprobando su incapacidad para cumplir con la función de tutela social que se le presupone. Así lo reflejan, por ejemplo, las crecientes tasas de desigualdad social, los altos índices de corrupción en la Administración, el despilfarro de recursos públicos o las amplias disfuncionalidades del sistema de protección y seguridad social. Paulatinamente, algunas formas y derivaciones del Estado contemporáneo lo han convertido en un gigantesco artefacto leviatánico al servicio de unas élites extractivas, con una pléyade de entidades y subsistemas confiscatorios y abusivos controlados por políticos, burócratas y organizaciones corporativas afines, al servicio de un dominio autoritario basado en una sibilina ingeniería social y en la imposición de los mantras del pensamiento único. Lo paradójico es que este esquema de dominación ha sido refrendado por amplias capas sociales, y sobre todo, por los cuerpos sociales que obviamente viven y se benefician de este sistema de dependencia, porque obtienen ventajas y favores de la legislación vigente y de los presupuestos públicos, como las grandes corporaciones oligopólicas que son mayormente contratistas del Estado; o los altos cargos funcionariales, completamente desconectados y ajenos a las vicisitudes de la realidad social; o los colectivos dependientes de la limosna presupuestaria, como las innumerables ONGs.
El estatismo socialista y colectivista parte de una presunción tan errónea como soberbia: los políticos y sus burócratas creen poder conocer lo que más conviene a todos los individuos de una sociedad. Ellos mejor que nadie, desde sus despachos y salones, pretenden tener la mejor información para determinar qué decisiones hay que tomar a nivel colectivo. Por eso el socialismo real es profundamente antidemocrático, porque invocando desde sus púlpitos mediáticos un supuesto igualitarismo despoja de facto la soberanía de sus vidas a los ciudadanos para transferirla a las élites de las estructuras burocráticas y partitocráticas. De ahí la infantilización, gregarismo y parasitismo que inexorablemente producen sus políticas, a la postre (anti)sociales.
La torpeza de las élites extractivas en la comprensión antropológica de la naturaleza humana trata de ser compensada con raudales de manipulación propagandística, pues de otro modo no se explicaría cómo históricamente han subsistido poblaciones tan subyugadas como enardecidas por los aparatos estatolátricos y policiacos que han encarnado estas ideologías. El grado de publicidad institucional en los grandes medios de comunicación supuestamente privados, trae consigo irremisiblemente su pérdida de independencia. Quedan comprados a un precio a veces muy barato, para -en contraprestación- trasladar socialmente un credo averiado, que bajo diferentes ropajes se ha propagado siempre de forma extraordinariamente efectiva porque se reviste de elocuentes narrativas populistas. Relatos azuzados por la retórica de apologetas y demagogos que en la teoría quedan siempre inmunes a la realidad empírica, aunque en la praxis sus formulaciones terminan en el fiasco más absoluto, generando sociedades más rotas, empobrecidas y violentas.
Reasumida conscientemente la autonomía vital, es un deber personal redescubrir y recuperar el legado de nuestra civilización, desde su tradición de confianza en las relaciones humanas libres, autoorganizadas y autogestionadas hasta donde sea posible y eficiente, sin intromisiones ilegítimas de otros poderes en la vida de los ciudadanos. El Estado debe ceñirse al principio de subsidiariedad, facilitando la cooperación humana, y a mejorar o reequilibrar, en donde sea preciso y se haya consensuado -siempre de forma supervisada-, los procesos de intercambio en la sociedad, sin determinismos o mecanicismos institucionales ni voluntarismos ideológicos. Es tiempo de recuperar lo que se ha cedido, de revocar mandatos políticos extralimitados, y que los ciudadanos vuelvan a recuperar el control y poder vital que perdieron paulatinamente por la violenta intensidad de la burocratización y administrativización de la sociedad. ¿Está la mayoría social dispuesta a vivir en libertad, con responsabilidad? ¿O muchos ciudadanos, por el contrario, prefieren seguir siendo tratados como menores de edad o como incapaces? Las resistencias individuales y puntuales a esta deriva patológica del Estado son actitudes heroicas y por tanto loables, pero no serán suficientes. Sólo una educación cívica que restaure los principios de libertad y responsabilidad en la acción humana en sociedad, liberada de consignas establecidas por intereses ajenos, podrá ser el catalizador de un verdadero cambio emancipador.
Profesor universitario y doctor en derecho. Investigador en materias de derecho mercantil y regulación de tecnologías digitales. Cultiva el pensamiento filosófico y el análisis de la actualidad política y económica.
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