El exceso de intervencionismo es, taxativamente, sinónimo de miseria. Cuando el intervencionismo es controlado, puede resultar exasperante para quienes concebimos la sociedad sobre la base de la libertad y la propiedad privada, pero resulta lo suficientemente tolerable como para que la feliz rutina y los intereses personales se antepongan a cualquier esfuerzo pedagógico que contrarreste el empeño vital de quienes representan a las actuales corrientes neocomunistas que padecemos. Esta conducta es inherente al liberal: convivir con quienes no piensan ni sienten como él.
Sin embargo, cuando el intervencionismo tolerable se convierte en secuestro, cuando se malinterpreta la igualdad y se agita como instrumento arrojadizo para aniquilar el resultado del esfuerzo individual o para saciar la desazón insana del intelectualmente inferior, se produce el traspaso de la delgada línea, el peligro de la miseria generalizada que encarna el sueño de quienes prefieren la pobreza colectiva frente a la riqueza desigual, en el bien entendido de que el status de esos ideólogos es siempre inversamente proporcional al de aquellos cuyos supuestos intereses defienden.
Los desgraciados acontecimientos de las últimas semanas, unidos a la ausencia crónica de élites políticas que sufre nuestro país, hacen que no estemos demasiado lejos de traspasar esa línea. Gobernar por decreto, sin control político, ni judicial, ni periodístico, ni social (es decir, fuera de aquello que Acemoglu y Robinson denominan “el pasillo estrecho”) implica tentaciones irrenunciables para los amantes del intervencionismo extremo. Se trata de decisiones que pueden condicionar el futuro por décadas y no es admisible que se impregnen de anhelos políticos trasnochados, aprovechando la difícil coyuntura. Una sociedad subsidiada es siempre una sociedad enferma, tanto como un Ejecutivo pródigo llorando para ser auxiliado por quienes sí cumplen rigurosamente sus objetivos de déficit público, como si la ética protestante permitiera tal cosa.
La democracia requiere ineludiblemente del respeto y fomento de una economía de mercado, pues no es libre frente al Estado quien arrienda todas sus ganancias al mismo.
Por todo ello, ya no caben más demoras. Es hora de entablar una firme labor didáctica y una incansable batalla dialéctica frente al intervencionismo en todas sus expresiones, desde el secuestro tributario que padecen quienes unilateralmente alguien cataloga como ricos, aunque esa “riqueza” sea producto del esfuerzo incansable de décadas, hasta la nueva lucha de clases que representa el repugnante feminismo radical, capaz de paralizar el aparato del Estado ante la peor pandemia conocida por los vivos.
Es cierto que esa labor arrastra en España connotaciones peyorativas de profunda raigambre pues, como todo aquello que no se alinea con el pensamiento social-comunista excluyente, es tachado de fascista. Pero quizás es hora de perder el miedo, pues quienes practican ese sectarismo intelectual nunca escucharon hablar de Giovanni Gentile, sino que emplean el término para rechazar todo aquello que no se incluye en el pack ideológico que le inocularon.
El neocomunismo lleva demasiado tiempo aprovechando entre nosotros la superioridad moral de la izquierda, siempre basada en la cómoda comparativa entre el capitalismo real y el comunismo ideológico. Hoy, solo quienes persiguen el conocimiento de la realidad histórica alcanzan a comprender la falacia y, consecuentemente, son capaces de combatirla eficazmente, aun con las dificultades inherentes a la pertinaz censura. El reto es que, no solo las mentes más inquietas vislumbren el antídoto, sino que despertemos el interés por la divulgación del mismo para su pública asimilación.
Göbbels, el maestro de la propaganda, acuñó el aforismo “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Ese axioma está hoy más vigente que nunca para los postulados neocomunistas radicales. Pero, lo cierto es que, cien millones de muertos después, el desmontaje de la tramoya es menos espinoso de lo que parece y solo requiere de una dosis razonable de voluntad y convicción.
Es momento de las minorías selectas, pero en el sentido más literal invocado por Ortega, pues como él mismo refería, “la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás” . Es momento de exigir y exigirnos y de desenfundar el arma más poderoso, la palabra, frente a la indigencia ideológica de quienes no van a cejar en su empeño por traspasar la delgada línea.
Abogado en ejercicio de Sevilla.
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