Me llama poderosamente la atención, la continua necesidad que tenemos de clasificarnos a nosotros mismos, a los demás y al propio medio que nos rodea en función de etiquetas. Me atrevería a decir, sin temor a equivocarme, que tanto en las entrevistas que he tenido la ocasión de leer de otros, como en las que he ido contestado a lo largo del tiempo, coexisten siempre una suerte de preguntas recurrentes que tratan, o eso parece, de centrar al lector en el perfil del ponente de acuerdo a una serie de categorías intelectuales que nada tienen que ver con lo verdaderamente importante.
Ser de derechas o izquierdas, liberal o conservador, intervencionista o minarquista, no aporta nada en sí mismo. Supone a priori condicionar en función de unos cánones establecidos que delimitan y que para quienes defendemos la libertad aplicada en el sentido más generoso de la palabra a todas las dimensiones vitales (economía, política, filosofía, humanismo, ciencia, sociología ) deberían quedar descartados si carecen de lo verdaderamente importante, de loque es significante y tiene significado: las ideas.
Hace algún tiempo escribí un artículo sobre la cuestión y aproximaba ciertas reflexiones- que he aprovechado para releer- sobre la sustancial diferencia que a mi juicio existe entre idealismo, ideología e ideas, que mantengo completamente intactas: ( ) las etiquetas acomodan, eliminan los matices y desvirtúan el debate libre, independiente y crítico. Son fábricas de pensamiento único y alimentan ideologías sectarias y vacías. Las ideologías que prescinden de las ideas alienan y se convierten en herramientas inútiles en la praxis.
Una sociedad sana y madura, que aspire a progresar, no puede perderse en etiquetas. Precisamente, porque negar los matices de la individualidad, su potencial y sus diferencias enriquecedoras, supone dar la espalda a la posibilidad de mejorar y superarse. Defender la libertad implica defender la igualdad de oportunidades, y en sí mismo, el concepto implica reconocer las desigualdades como algo enriquecedor y en positivo. La igualdad como tesis uniforme, es el error de base que hace fracasar al comunismo y pertenece a un momento histórico distinto, apostado en una lucha de clases que no tiene sentido porque se traduce en un exclusivismo político que prolifera en los populismos y se autoetiqueta excluyente si no piensas como yo, no eres de los míos.
No se puede defender el progreso, sin defender la libertad. La libertad apuesta por modelos abiertos de sociedad en los que las empresas trabajan por ser competitivas (lo que implica aportar valor añadido y eficiencia), en los que el comercio es libre (en términos de aranceles y horarios), donde la democracia es verdaderamente participativa (y se articula en función de listas abiertas y de votos idénticamente ponderados) y el Estado no interviene para asfixiar la iniciativa privada (con trabas burocráticas y cargas impositivas), en los que el mercado laboral es flexible (en contratación, inserción, despido y movilidad geográfica), en los que la discrecionalidad de los padres para elegir el modelo y centro educativo para sus hijos es una premisa, donde la apuesta por la libertad de expresión implica reconocer la posibilidad de utilizar la lengua oficial común (sin ser discriminado) en cualquier parte del territorio y la información no está subvencionada, en los que los ciudadanos deciden qué es lo mejor que pueden hacer con sus ingresos y el modo en que deben hacerlo,
Esas son las cuestiones esenciales, las que cuentan, las correctas. Sólo entendiendo esto, llegará la oportunidad de materializarlas. Cualquier otro debate es absurdo y estéril en la práctica.La sensatez, la coherencia, el esfuerzo y el mérito como premisa del éxito han de primar siempre sobre la desesperación, la mediocridad y la indulgencia. La batalla de las ideas debe ser siempre el verdadero sentido de la libertad. Una libertad sin etiquetas.

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