Sintió tanta curiosidad por lo incorrecto
A finales del siglo XIX, un aventurero irlandés que acompañaba a una expedición belga en África central, sintió tanta curiosidad por el canibalismo que decidió comprar una niña de diez años y ofrecerla como regalo a una tribu caníbal para que la devoraran en su presencia. Ese aventurero se llamaba James S. Jameson, y no era otro que el heredero de la conocida marca de whiskey que lleva su apellido.
Personalmente, no encuentro ningún adjetivo que califique con exactitud la conducta de este individuo, pues sería complicado encontrar un ejemplo más claro sobre la crueldad de la que es capaz el ser humano. Sin embargo, me gustaría llamar la atención sobre algo en lo que poca gente se para a pensar cuando oye esta historia. Hace varios años que la conozco, y todas y cada una de las veces que la he contado he oído palabras como repugnancia, asco y depravación. Lo curioso es que nunca, ni siquiera una vez, he oído una sola palabra de reproche dirigida a la tribu que se comió a la niña, o a la familia que decidió venderla a cambio de diez pañuelos de seda.
Los europeos tendemos a pensar que la moral y la ética son conceptos que nos pertenecen, y por lo tanto, todo aquel que haya nacido y vivido fuera de nuestras fronteras está exento de mantener un mínimo de humanidad y respeto hacia los demás. De hecho, es muy común encontrar a personas que culpan a occidente de la brutalidad y de la falta de valores de la gente que vive en países que egocéntricamente denominamos “el tercer mundo”. Para ello exponen razonamientos tan abstractos como la explotación o el imperialismo. Pero, en definitiva, solo es un modo de aliviar la culpabilidad que sienten algunos por vivir en ciudades relativamente limpias y seguras, donde, en mayor o menor medida, los poderes públicos cumplen con sus obligaciones, y por haber recibido una educación moral correcta.
En España hay aproximadamente un 10% de población extranjera. Según varios estudios, entre el 40% y el 45% de los hombres que asesinan a sus mujeres o ex mujeres son extranjeros. Si hablamos de índices de delincuencia en general, en 2015, los extranjeros cometieron el triple de delitos que los españoles. Y si repasamos los datos sobre mutilación genital femenina y sobre matrimonios forzosos y con niñas menores de edad, los datos son abrumadores.
Inmigrantes procedentes de países islámicos
Según un estudio de la policía finlandesa, el 93% de los delitos sexuales que se cometen en Finlandia son protagonizados por inmigrantes procedentes de países islámicos. En Alemania, en 2017, después de que la canciller Angela Merkel permitiera la entrada a más de un millón de refugiados, en su mayoría hombres musulmanes, se cometieron una docena de violaciones al día, el cuádruple que las registradas durante el año 2014.
En el caso de España, todavía no existen datos que relacionen el número de delitos sexuales cometidos con las minorías étnicas o religiosas —la tendencia general en toda Europa es publicar esos datos de modo genérico para tratar de ocultar lo que está pasando—. Solo se ha reflejado un crecimiento del 11,3% en el número de violaciones cometidas durante los nueve primeros meses del año 2017. Es decir, más delincuencia, más mujeres asesinadas y más agresiones sexuales. Por eso me resulta tan difícil de entender a las feministas que defienden una política de puertas abiertas.
¿Será que la ideología está por encima de la preocupación por la violencia hacia las mujeres?
Hay quienes están convencidos de que delinquen porque se ven obligados por las circunstancias, y que es nuestra obligación moral soportar la delincuencia, la degradación de las ciudades y la falta de respeto hacia las mujeres y hacia nuestras costumbres.
Por desgracia, vivimos en un país de extremos
Todo lo que no sea estar a favor de algo te convierte en defensor de lo contrario. Por eso nuestros políticos, para conservar sus votos, evitan decir en público aquello que todos pensamos. Y por eso se produce una cacería cada vez que un partido intenta endurecer las políticas de inmigración. Automáticamente, se les tacha de fascistas, totalitarios o retrógrados.
Pero que nadie interprete esto a la ligera. Estoy tan rotundamente a favor de la inmigración controlada como lo estoy en contra de la descontrolada. Un país donde hasta hace un poco había más de cinco millones de parados no puede dar cobertura a un número ilimitado de personas. Si lo hiciéramos, estaríamos condenando a los que vengan a la misma miseria de la que tratan de escapar, o a cometer actos fuera de la ley para poder llevarse algo a la boca cada día. Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a una oportunidad. Pero todos los demás también tenemos derecho a que su gobierno trate de eliminar la delincuencia, y a que obligue a aquellos que alteran la convivencia a respetar las costumbres y derechos de la gente que vive en el país que les acoge.
Por cierto, un par de datos interesantes para los amantes de los argumentos fáciles. Uno: solo un pequeño porcentaje de los flujos migratorios hacia Europa proceden de países envueltos en conflictos armados. Y dos: las mafias reciben de cada subsahariano una media de tres mil euros por atravesar el desierto y cruzar el estrecho, toda una fortuna con la que en sus países de origen podrían iniciar un negocio o incluso comprar tierras.
Voy a repetirlo una vez más, para que nadie tenga ninguna duda. Sí a la inmigración, siempre que sea legal y con garantías. Pero que todo aquel que venga a delinquir se vuelva por donde ha venido.
Jameson el aventurero murió hace muchos años. Los caníbales siguen comiendo carne humana, y muchas tribus continúan vendiendo a sus hijos como si se tratase de ganado. Jameson no fue quien creó ese tipo de comportamiento. Solo fue un malnacido que se aprovechó de lo que ellos ya eran antes de que él llegara a África.
Criminólogo (experto universitario en criminalidad y seguridad pública). Perito judicial en el uso de la fuerza y escritor.
He publicado unos 10 relatos cortos en diferentes editoriales, un libro de relatos y una novela: «Asesinos. Crímenes que estremecieron España”.
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