Era un mediodía de finales de agosto, cuando la temperatura ya es agradable, fuera de esa rabia canicular que hace irrespirable el caminar por el centro de las ciudades. Comía en un pequeño restaurante de una ciudad media del interior, ayuna de viandantes y vehículos de toda índole por mor de ese empeño de peatonalización que no se sabe a quién beneficia, pero sí a quién causa estragos, cuyas calzadas han sido heridas por unos dibujos y colorines que agreden al más elemental criterio estético.
Esta descripción anónima permitirá sin duda la identificación a sus pobladores, cuya contribución impositiva a tamaño desaguisado, pensarán mayoritariamente que podría haber tenido mejor destino, aunque sin duda alguien habrá resultado suculentamente beneficiado.
Estaba en una mesa en la soledad a la que conducen los años, las circunstancias y el miedo colectivo propiciado por la incertidumbre, la desinformación y la perplejidad ante la peste contemporánea. A mucha distancia se encontraba otra única mesa ocupada por tres personas, unos padres con un muchacho con síndrome de Down.
Una vez finalizada su comida en la más absoluta discreción sin un ruido y con un comportamiento ejemplar, se adelantó el padre para abonar la cuenta, saliendo el primero del local, haciéndolo instantes después los otros dos miembros de la familia. El chico, insisto Down, abrió la puerta a su madre con una ternura envidiable y los tres se incorporaros juntos a la calle. Los tres agarrados, la madre en el centro, a la derecha el padre y a la izquierda el muchacho, caminando de esta forma mientras se alejaban de mi vista.
Tengo que reconocer que se despertó en mí toda la sensibilidad y aprecio por la calidad del ser humano en estas circunstancias en las que tanto llaman a su desprecio, y perdí toda la dureza impostada o aprendida en este transcurso vital ¡Cuánta paz, cuánta armonía, cuánto amor, cuánto respeto, en esta breve pincelada! No habrá mejor hijo de todos los posibles para esos padres, y tendrán razón en su pensamiento.
Fuera, lejanos, los Soros, Gates, Sánchez, Iglesias, y tantos otros, junto a asociaciones ventajistas de sus negocios destructivos, no tendrán tiempo, ni interés, ni cercanía, desde sus torres de estaño bañadas en oro, de contemplar la vida real, la vida de la gente que agiganta al ser humano.
Son seres humanos, distintos, peculiares, déjenlos vivir. Resulta repugnante que mientras se ensalza el derecho a ser diferentes de algunos y tengamos que soportar la imposición de esas diferencias, se aniquile a otros.
Licenciado en Medicina y Cirugía y Doctor en Medicina por la Universidad de Valladolid. Médico especialista en Anatomía Patológica y en Medicina de Empresa. Jefe se Servicio Hospitalario de Anatomía Patológica desde 1981 hasta 2004 (excedencia voluntaria). Ejercicio libre en la actualidad. Profesor universitario desde 1977 hasta la actualidad. Colaborador ocasional en prensa de papel y en medios digitales.
Deja una respuesta