Dentro del liberalismo actual en España hay un sector que defiende el federalismo como sistema de organización política óptimo para nuestro país, influenciados por la obra de relevantes pensadores liberales. Como es normal, dichos autores desarrollaron su actividad intelectual en el marco de un momento histórico y geográfico determinado. Por ello, el modelo federal en dichos ensayistas surge como solución concreta a unos problemas concretos, dentro de unas coordenadas geográficas e históricas. Sin embargo, descontextualizado, es reelaborado en un modelo teórico de aspiraciones universales. Surge así un federalismo artificial, de tabla rasa, al margen de la Historia y de los procesos de configuración de los Estados. Este diseño de laboratorio, de escuadra y cartabón, peca de la misma soberbia que la izquierda al elaborar sus proyectos de “hombre nuevo” e ingeniería social que tantos males ocasionaron en el siglo XX.
Así, hay una corriente liberal en España –predominante entre los libertarios- que recurre al modelo suizo, olvidando que sus cantones -y el resto de modelos de derecho comparado que tan traídos por los pelos nos esgrimen- son fruto de una singular evolución histórica y no de ningún “Planificador Liberal”.
La humanidad ha ido evolucionando también en sus estructuras sociales y políticas y tras la creación del Estado Nación desaparece el concepto súbdito y las jurisdicciones particulares –sean de base territorial, religiosa, racial o corporativa- para construirse sobre la base de ciudadanos libres e iguales ante la ley. Frente a esta visión, hay quienes proponen alternativas neofeudalizantes, de base territorial, rescatando del baúl del olvido modelos felizmente superados de señoríos y condados. Así, surge un liberalismo que abandona el racionalismo y cae seducido ante un romanticismo medieval, de fueros y mitos arcaizantes. Una extraña simbiosis liberal-carlista, que renuncia a lograr un marco de libertades general para todos los connacionales.
Este maridaje entre liberalismo y fueros se edifica sobre la base de una supuesta mayor eficiencia de los modelos federales, relacionada con la competencia fiscal entre las distintas unidades políticas y el repetido argumento del “votar con los pies”, que es la estrategia de quien renuncia a luchar por lo que cree y decide echar a correr. Olvidan que, puestos a correr, tienen todo el planeta para hacerlo.
Quienes apelan a la supuesta mayor eficiencia del federalismo competitivo incurren en un error frecuente entre determinadas corrientes liberales: poner todo el énfasis de la defensa del liberalismo en la economía, cogiendo una parte por el todo. El verdadero liberalismo no puede quedarse en cuestiones de mera eficiencia económica. El liberalismo se basa en la defensa de la libertad personal, que es la que crea la riqueza y no la riqueza la que trae la libertad.
El liberalismo ha de propugnar una organización social y política que garantice la libertad y la igualdad ante la ley de las personas, en la que quienes compitan, lo hagan de acuerdo con las mismas reglas y donde la competencia sea desarrollada en buena lid por los agentes económicos y no por los agentes políticos, donde quienes han de competir son los trabajadores y las empresas, no los gobernantes.
Los liberales recelamos de los políticos y del Estado, y el federalismo competitivo precisamente atribuye más poder a los políticos, les permite alterar las reglas del juego, distorsionar la realidad con normas y regulaciones ad hoc.
El problema del Estado no se soluciona creando más estados. Nunca se vio que la solución a un problema fuera multiplicarlo. Lo esencial es poner límites al poder del Estado, buscar equilibrios y contrapoderes, pero esa división de poderes ha de ser funcional, no territorial. El problema del Estado no tiene nada que ver con su extensión territorial, sino con su intensidad, con la acumulación de poder. Ejemplos tenemos para todo los gustos, lo que demuestra que no existe el modelo válidamente universal defendido por los teóricos federalistas, sino que cada país ha de hacer compatible las instituciones propias de su evolución histórica con un marco institucional que garantice las libertades individuales y pongan freno a la expansión del Estado. Ahí está la clave.
Hay quien dice que el poder ha de estar lo más apegado al terreno, más próximo al ciudadano. Yo desconfío del Estado y cuanto más lejos esté, mejor. España es un claro ejemplo de ello. Las CCAA sólo han servido para resucitar fórmulas caciquiles que practican el nepotismo, el tráfico de influencias y para ejercer una mayor opresión sobre las personas, para restringir aun más sus libertades.
El federalismo resquebrajaría las costuras de la arquitectura institucional española, debilitando la protección de las libertades personales y amenazando el marco de convivencia necesario para el desarrollo de la actividad humana en libertad. Todo para satisfacer la curiosidad intelectual de quienes propugnan un modelo teórico cuya puesta práctica en España ha demostrado ser siempre una calamidad. Demasiado riesgo para ninguna ganancia.
JAVIER JOVÉ SANDOVAL (Valladolid, 1971) Licenciado en Derecho, Máster en Asesoría Jurídica de Empresas por el Instituto de Empresa y PDG por la Universidad Oberta de Cataluña, desde el año 2.000 desarrolla su carrera profesional en el sector socio sanitario. Es Socio Fundador del Club de los Viernes y miembro de la Junta Directiva del Círculo de Empresarios, Directivos y Profesionales de Asturias. Actualmente escribe en El Comercio y colabora habitualmente en Onda Cero Asturias y Gestiona Radio Asturias.
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