Desde el 26 de junio, dos grandes preguntas han irrumpido en la política española: dónde se había metido Pedro Sánchez y qué ocurrió para que Podemos perdiera más de un millón de votos.
La primera, que mantenía en vilo a grandes analistas internacionales incluso por encima de las consecuencias del Brexit, ya fue resuelta por una avezada tuitera que lo sorprendió apurando una ración de langostinos en un chiringuito de Mojácar.
España volvió a respirar tranquila.
Descartada ya la huida de Sánchez a Tanzania o las hipótesis sobre su supuesto rapto a manos de una presidenta andaluza cualquiera, me veo en la obligación moral de intentar ayudar a Pablo Iglesias.
Porque encoge el corazón ver a los de «la sonrisa de un país» gimiendo y llorando en este valle de lágrimas (acabo de tener un déjà vu de mi pasado en un colegio de monjas. Ya está, sigamos).
El PP, al que Podemos situó como su principal adversario en una batalla a dos (no se rían, por favor), jugó su estrategia a sólo una baza: el discurso del miedo. Un recurso arriesgado que, para qué engañarnos, suele ser menos efectivo que el plan E de Zapatero.
Quizá por eso arrasó Syriza en Grecia. Tal vez por ello Chávez llegó algún lejano día al gobierno de Venezuela. El discurso del miedo tiende a fallar en todos los escenarios salvo en uno: que la víctima de los ataques dé, verdaderamente, miedo.
Y vosotros, queridos amigos de Podemos, habéis inspirado pavor. Se preguntaba Iglesias qué había salido mal. Vosotros, Pablo, vosotros habéis salido mal.
Sembró el horror Monedero cuando proclamó que ardía en deseos de que sus jueces encarcelasen a los opositores.
Infundió pánico vuestra alianza con Izquierda Unida.
Espantaron vuestros intentos por vestiros de socialdemócratas un miércoles para ser «socialistas como Allende» un jueves y comunistas el domingo anterior.
Pero, sobre todo, ahuyentaron tus ínfulas presidenciales, Pablo, tus salidas de tono y tu desprecio visceral a los adversarios.
Pero aún tuvisteis una última oportunidad de rectificar, de revertir esa impresión de la ciudadanía que os condenó a 71 diputados y os privó de convertiros en una alternativa de gobierno. Fue tras la noche del 26 de junio.
Debíais elegir entre respetar el resultado, felicitar al vencedor y ser autocríticos o estallar en convulsiones de rabia y rencor.
Escogisteis lo segundo.
Primero fue la absurda teoría del pucherazo electoral que tú, Pablo, alentaste desde la sombra para que tus bases, ese rebaño bien entrenado que has perfeccionado durante dos años, se encargaran de propagarla. Sabías que era un bulo.
Tus años como profesor de Ciencias Políticas te cualificaban de sobra para conocer que nuestra ley electoral no permitía las ridiculeces que algunos inventaron.
Pero esperaste hasta el último momento, hasta el 1 de julio, para desmentir las acusaciones.
Quizá creíste que provocarías un cisma entre la población y la harías marchar contra un sistema que, ironías de la vida, te permitió mantener los mismos escaños que en diciembre aun con 1.200.000 papeletas menos.
Te equivocaste.
Lo que se percibió fue una pataleta de parvulario, de niño malcriado que no acepta un no por respuesta.
Y nadie quiere a alguien así al frente de su gobierno.
Después, inflamaste a tus votantes para que cargaran contra los electores mayores de 65 años.
Jamás se había visto en la política española una oleada de odio contra un sector de la sociedad como la vivida en las semanas siguientes al 26.
¿Tan arrogantes sois que vosotros, jóvenes votantes de Podemos, con 20, 25 0 35 años os consideráis válidos para decidir sobre España pero aquéllos que han construido el país cuyo futuro pretendéis hipotecar no pueden pronunciarse?
¿A tanto llega vuestra superioridad intelectual y moral?
Y no entendéis.
No entendéis cómo casi ocho millones de españoles han decidido apostar por un partido al que creéis corrupto y que está, en efecto, plagado de escándalos. Con lo buenos que sois.
Con lo sexis que son vuestros discursos y lo moderados y tolerantes que parecéis.
Con lo viables que son vuestras propuestas y lo conciliadores que son vuestros modales.
Yo tampoco lo comprendo, de verdad.
Aunque os daré un pequeño consejo: la próxima vez, en lugar de llamar cómplices de la corrupción (y cosas peores) a los millones que votaron a Rajoy, en lugar de zanjar el debate con que España está infectada del Síndrome de Estocolmo, preguntaos qué estaréis los nuevos partidos haciendo mal, realmente mal, para que la mayoría de los ciudadanos prefiera estar gobernada por «corruptos» antes que por vosotros.
Tal vez la culpa no sea de los votantes.
Quizá, por complicado que os parezca cometer algún error de entre las miles de maravillas que hacéis a diario, la responsabilidad sea vuestra.
Pablo, estás triste.
Se te ve.
Algunos echamos de menos tus asaltos a los cielos y tu Manifiesto Socialdemócrata del gran Marx Keynes.
Los domingos por la tarde no son lo mismo sin tu coleta ondeando en La Sexta o tu lacito naranja en TVE. Desde estas líneas, te envío ánimo y fuerzas.
Tienes que reponerte pronto y volver a la acción. Es la única manera de que en España siga ganando el PP.
Estudiante de Filología Hispánica y Periodismo en la Universidad de Navarra y escritor novel. Es cofundador y director de Columna2 y presenta Columna2 Radio. Colabora semanalmente en televisión con Nafar Telebista (NTB) y, de forma esporádica, ha participado en Cadena SER y Cadena COPE. Es miembro del consejo editorial de la revista literaria Alborada y coopera con la publicación Calle 45. Políticamente, se define como democristiano, defensor de los valores constitucionales y la economía de mercado.
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