En la última década, pero sobre todo desde hace unos pocos años, se ha puesto en boga lo que se ha venido en llamar responsabilidad social corporativa. Un invento por la que las empresas se han dedicado a competir con las ONG en lograr un mundo mejor. Todo ello al calor del crecimiento exponencial de las citadas organizaciones no gubernamentales (pero que casualmente logran la mayor parte de sus fondos con aportaciones gubernamentales) y la obsesión por pretender moralizar a la sociedad en cuestiones de índole ecológica, laicista, racial o humanitaria y que han buscado introducir un sentimiento de culpabilidad en la población y en las grandes empresas en particular. Así esas grandes corporaciones, ya sea por motivos exclusivamente de marketing, por lavar su conciencia o sincero afán de hacer el bien, invierten ingentes cantidades de dinero y personal en proyectos de todo tipo que en muchos casos llevan una importante carga ideológica.
Y ello se debe a que los directivos de esas grandes empresas no han sido capaces de explicar o han olvidado cuál es la función social de sus empresas y han acabado por recurrir a este mecanismo para justificar sus abultados resultados económicos y el fenómeno de la globalización. La información constante de los medios de comunicación sobre los resultados y la incapacidad de los ejecutivos para razonar la legitimidad moral de dichos beneficios económicos y la falta de habilidad para explicarse, han conducido a ese sentimiento de culpabilidad que las grandes empresas tienen. Como consecuencia de ello, las grandes multinacionales primero, y el resto de grandes empresas después, se han dotado de departamentos enteros especializados en responsabilidad social corporativa, y compiten entre sí en una carrera alocada para ver cuál de ellas consume más recursos en dichos fines y los detrae de su verdadera función social empresarial. De Esta manera, las empresas compiten y destinan cantidades crecientes de sus presupuestos a esta nueva religión de hacer el bien, compitiendo con los Estados en jugar a atajar las desigualdades sociales y las injusticias terrenales.
Toda esta moda de la responsabilidad social corporativa nace de un total desconocimiento o de un olvido de la esencia de cualquier empresa. Toda empresa que sobrevive es socialmente responsable. La razón de ser de cualquier actividad económica es la de satisfacer las necesidades de las personas. Todo proyecto de negocio o empresarial tiene como finalidad cubrir una necesidad demandada por la sociedad y por lo tanto es socialmente responsable. La responsabilidad social de cualquier empresa es la de su objeto social: fabricar objetos o prestar servicios en el precio, la calidad o la cantidad que las personas demanden. La verdadera responsabilidad social corporativa de una empresa es hacer aquello a lo que se dedica de la mejor manera posible. La verdadera responsabilidad social corporativa de una empresa de telecomunicación es prestar el mejor servicio de telefonía al mejor precio y con el mayor índice de satisfacción posible de sus clientes y, el de un asador castellano lo es preparar el mejor lechazo posible acompañado de unos buenos caldos con un buen servicio y a un precio razonable. Y esa es su mejor responsabilidad para con la sociedad, tal es así, que si deja de hacerlo, si deja de ser socialmente responsable, si deja de dar el servicio que los clientes esperan de él, acabará cerrando.
Las empresas en esa alocada carrera por la responsabilidad social corporativa mal entendida, están abandonando su verdadera responsabilidad social, aquella por la que nacieron y justifica su existencia. Las empresas están detrayendo grandes recursos de lo que es su objeto social primordial para jugar a ser una ONG o el propio Estado con la finalidad de tranquilizar su conciencia, pero se olvidan de que las empresas son entes inanimados e impersonales que no tienen conciencia, que sólo las personas la tienen y que la solidaridad que están imponiendo a sus accionistas, empleados y clientes, es forzada y que no pueden (ni deben) remplazar las conciencias individuales de las personas.
Cada euro que las empresas desvían de su objeto social están apartándose de su genuina responsabilidad social, quitándoselo a los empleados, los accionistas o a los clientes. A los empleados porque parte de esos recursos que se dedican a jugar a ser una ONG o el Ministerio de Asuntos Sociales podrían suponer un incremento salarial, a los accionistas porque cada euro que se destina a ello es un euro de menos que recibirán en forma de dividendos y a los clientes porque ese dinero podría ir destinando a reducir el precio del producto o del servicio o a invertirlo en investigación y desarrollo para mejorar la calidad de los mismos. Así ese dinero les es detraído a los empleados, accionistas y clientes de manera que ya no son éstos los que libremente deciden su destino, ya sea éste para financiar ONG o cualesquiera otros fines. Ahora la empresa dispone de ello según le parezca al directivo correspondiente. En definitiva, se trata de un impuesto a mayores, pero en vez de ser un impuesto establecido por el Estado, se trata de un impuesto establecido por las Empresas a sus empleados, accionistas y clientes.
El invento de la responsabilidad social corporativa lleva ínsita la semilla del totalitarismo, la de la suplantación de las conciencias individuales y, bajo la apariencia de hacer el bien, constreñe nuestra libertad y nos deshumaniza al hacer innecesarios los propios instintos personales de ayuda al prójimo. Porque la responsabilidad social corporativa viene a acrecentar el estado del bienestar en una vuelta de tuerca que es la empresa del bienestar, del estado omnipotente a la empresa omnipotente.

JAVIER JOVÉ SANDOVAL (Valladolid, 1971) Licenciado en Derecho, Máster en Asesoría Jurídica de Empresas por el Instituto de Empresa y PDG por la Universidad Oberta de Cataluña, desde el año 2.000 desarrolla su carrera profesional en el sector socio sanitario. Es Socio Fundador del Club de los Viernes y miembro de la Junta Directiva del Círculo de Empresarios, Directivos y Profesionales de Asturias. Actualmente escribe en El Comercio y colabora habitualmente en Onda Cero Asturias y Gestiona Radio Asturias.
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