En un reciente programa de la TPA dedicado al debate en torno a la cooficialidad del bable normalizado, el señor Inaciu Galán, presidente de Iniciativa pol asturianu, contó la siguiente anécdota. Una persona del ámbito rural fue al hospital. Cuando el médico lo atendió, pensó que el paciente estaba perdiendo facultades y lo derivó al área de psiquiatría. Pero la verdad era que no sufría ningún trastorno psicológico, sino que hablaba en bable. Ese tipo de situaciones tendrían remedio, según el señor Galán, con la cooficialidad.
Para mí, esa historia tiene pocos rasgos de verosimilitud. No puedo imaginar que un médico del hospital no se dé cuenta de que el paciente habla en bable. Menos aún puedo imaginar que una persona vaya al hospital porque, digamos, le duele el estómago, y acepte pasivamente ser derivado al área de psicología. Tampoco me parece verosímil que el paciente, al advertir la equivocada interpretación del médico, sea incapaz de explicarle, aunque sea en bable, a otro médico, lo que ocurría. Intuyo que la historia tiene final feliz, porque el psicólogo se da cuenta de la diferencia idiomática.
En cualquier caso, no es mi intención analizar si la anécdota contada por Galán es verosímil o no, si es una exageración basada en algún hecho real o si es una invención. No es relevante perder tiempo en ese análisis porque, sea una u otra cosa, la anécdota es muy ilustrativa de las consecuencias prácticas de la cooficialidad y de los objetivos de quienes la promueven.
Solo hay una posibilidad para que la cooficialidad del bable normalizado evite en el futuro que se repita una situación como la descrita: que el médico también sepa hablar bable. En teoría, también habría una segunda alternativa: que cada médico sea acompañado por un traductor. Pero la descarto: sería tan grande el número de traductores que tendría que haber en hospitales y centros de salud, que su coste sería inasumible.
La realidad es que hoy, la inmensa mayoría de médicos no sabe hablar bable. ¿Cómo se conseguiría, entonces, que fueran capaces de hablarlo? Obligándolos a estudiarlo. Y, además, exigiendo el bable en todas las futuras oposiciones.
Así, lo que se presenta como la “defensa de un derecho” (hablar en bable), es en verdad un intento de “imponer una obligación” (contestar en bable). Es una obviedad: en primero de derecho se enseña que todo derecho tiene como contrapartida una obligación. Tenemos derecho a la educación porque el Estado está obligado a garantizarlo. Tenemos derecho a expresarnos libremente porque los demás tienen la obligación de no impedirlo.
En el caso del bable, el derecho a hablarlo (y a escribirlo, a enseñarlo, a aprenderlo, a utilizarlo en radio, TV, redes sociales y en todo tipo de ediciones) ya está reconocido legalmente. Nadie lo discute ni quiere derogarlo. Lo que ocurre, y aquí está el centro del debate, es que las obligaciones que se derivan de aquel (fundamentalmente para la Administración, ya que la vigente Ley de uso defiende la “voluntariedad”), no colman las aspiraciones de los defensores de la cooficialidad.
La única forma de colmarlas, la única forma de que los médicos contesten en bable, y también los enfermeros, funcionarios, jueces, maestros, diputados, policías y bomberos, es obligarlos a hacerlo. Es acabar con la voluntariedad. Es obligar a todos ellos, de una forma más o menos inmediata, más o menos sutil, más o menos “amable”, a estudiar el bable.
No nos equivoquemos. No estamos debatiendo un “derecho a hablar”. Estamos ante un intento de “obligarnos a contestar”.
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