La aprobación de los presupuestos del Principado para 2020 son una mala noticia con dos vertientes. Una política, la otra económica.
El PSOE gobierna, en la práctica, con 22 diputados (los 20 propios más los 2 de Izquierda Unida). Es decir que apenas necesita un voto más para alcanzar la mayoría necesaria para aprobar cualquier proyecto. En ese contexto, el más cómodo para un presidente asturiano desde la legislatura 2007-2011 (la última de Areces), uno debería esperar una aprobación fácil del proyecto más importante del año, que es el de los presupuestos regionales.
No fue ese, sin embargo, el caso. En lo que denota una preocupante falta de pericia y liderazgo políticos, el primer proyecto de presupuestos de Adrián Barbón fue aprobado in extremis, por la inesperada abstención de una diputada de Ciudadanos. Un partido que venía a “regenerar” la vida política y que acabó siendo una fuerza imprevisible, capaz de apoyar una cosa y la contraria en una misma sesión parlamentaria. Obsceno espectáculo que, para peor, sirvió para apoyar la continuidad de las políticas que han llevado a Asturias a la decadencia.
Ese es precisamente el resumen de la vertiente económica de la cuestión: estos presupuestos, al ser aprobados, solo garantizan que Asturias continúe firme por la senda del declive económico y social. Al menos un año más.
Los presupuestos se basan en un crecimiento del PIB regional de 1,6%, que es a todas luces excesivo. De ahí que pueda anticiparse que el objetivo de equilibrio presupuestario sea difícilmente alcanzable. En otras palabras: tras haber alcanzado el mayor crecimiento de su historia durante la “gestión” de Javier Fernández (más de un millón de euros por día laborable), es casi un hecho que la deuda pública asturiana volverá a crecer en 2020.
No hay indicio que sugiera que el sobredimensionamiento de la administración asturiana sea una preocupación para el actual equipo de gobierno: 17 organismos y entes públicos, 8 fundaciones, 17 empresas públicas y 4 consorcios, que se suman a la miríada de consejerías y direcciones generales. Una estructura enorme para servir a un número menguante de asturianos: unos 60.000 menos que hace diez años.
Asturias es la comunidad autónoma con mayor presión tributaria, pero de los presupuestos no se desprende nada que haga cambiar esa gravosa situación. Símbolo de ese despropósito es la continuidad, sin cambios, del Impuesto sobre Sucesiones asturiano, que no solo es de los más caros de España, sino de Europa. Allí seguirá un año más el tributo que continúa expulsando del Principado a muchas personas que se ven forzadas a irse a tributar a Madrid para defender el patrimonio que han acumulado tras décadas de esfuerzo (aprovecho para reiterar mi invitación a la señora consejera de Hacienda, Ana Cárcaba, para debatir conmigo acerca del Impuesto sobre Sucesiones, donde y cuando ella prefiera).
Tampoco hay una nada que permita albergar esperanzas de una mejor asignación de los recursos de los contribuyentes que el Principado se apropia por la vía impositiva (es bueno recordar que los recursos “públicos” no existen). El intervencionismo estatal ha llegado a tal extremo que, solamente en regulaciones económicas, financieras y comerciales, el Principado gastará casi 53 millones de euros.
Durante 2020 seguirá vigente, gracias al apoyo de un diputado de Foro y una de Ciudadanos, la misma receta que nos trajo hasta aquí: castigar al que tiene capacidad para invertir y dar empleo, asfixiar con impuestos al sector privado, dar incentivos para no trabajar a quien puede hacerlo, incrementar la deuda pública y mantener una estructura burocrática que tiende a crecer aún con una población que se reduce.
Ojalá pudiéramos decir “feliz”; en Asturias, lo que toca, es desearnos un “difícil año nuevo”.
Artículo publicado originalmente en LNE el 03/01/20.
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