El igualitarismo parte de la confusión de atribuir a toda clase de desigualdad el calificativo de injusta e ilegítima. Ninguna comunidad humana ha sobrevivido en la anarquía o en la acracia, pero tampoco en el socialismo absoluto, en la igualación u homogeneización total de todos los miembros de un grupo. La homologación y uniformización suelen ser rasgos de signo totalitario y totalizante, al reducir la diversidad y complejidad de un conjunto social para hacerlo más maleable y dúctil. Toda sociedad se articula y vertebra sobre algunas diferencias, que podrán ser más o menos legítimas, pero no existe sociedad sin desigualdad original ni funcional, aunque no se reconozca jurídicamente o siquiera informalmente.
La desigualdad existe y es inevitable tanto por los dinamismos espacio-temporales de la naturaleza como de la cultura, pues el ser humano nace, es o se hace diferente de otros por una combinación de aspectos: sexo, edad, genética, salud, etnia, religión, lengua materna o aprendida, país y familia de nacimiento, aptitud intelectual, voluntad y actitud personal, poder adquisitivo, etc. La desigualdad nos hace diversos, plurales y eso favorece una cierta dinámica social, una distribución de tareas, funciones, actividades profesionales según talentos, capacidades y objetivos vitales. La desigualdad es una realidad humana a pesar de algunas simplificaciones, abstracciones y limitaciones propias de las normas morales y jurídicas. El problema por tanto no es la desigualdad en sí -que es una constante humana histórica, antropológica y sociológica-, sino su cantidad y el aspecto en que se dé dicha desigualdad dentro de un colectivo concreto.
Respecto a la desigualdad material, el problema político está servido. Es obvio que no conviene que exista una excesiva desigualdad material dentro de un grupo humano, porque ello sería indicio de que la propiedad y los recursos están distribuidos muy irregularmente y ello puede convertirse en el detonante de reivindicaciones legítimas que si no son satisfechas pueden originar convulsiones sociales. No es deseable que una minoría detente y concentre la propiedad y el capital dentro de una sociedad, ya sea esa minoría la élite de un Estado, de un partido político o de unos conglomerados corporativos monopólicos u oligopólicos. Esto puede generar conflictos y desestabilización social. De hecho, la desigualdad económica va en aumento en algunos países occidentales, como uno de los efectos más objetivables de la crisis económica mundial. Así lo muestran la curva de Lorenz y el Índice Gini.
Ahora bien, dicho esto, hay que hacer unas matizaciones respecto de esta realidad empírica. La desigualdad material o económica hay que contextualizarla para no inferir que toda desigualdad de este tipo es producto de una injusticia. Entre un multimillonario que consiguió su fortuna a través de una actividad desarrollada por él y un ciudadano común de clase media en un país desarrollado hay realmente una situación de desigualdad económica, pero ésta no deriva de una injusticia. El éxito empresarial o profesional de un sujeto, en un lugar y un momento determinados, le hace destacar socialmente y el mercado le premia remunerándole mucho o revalorizando los activos que ha producido u obtenido. Esta desigualdad económica es tolerable e incluso asumible, porque permite generar una riqueza que si se gestiona y circula debidamente puede revertir en beneficio de toda la sociedad y su existencia no perjudica en nada a los integrantes de la clase media, que incluso pueden obtener de ese individuo económicamente acaudalado un cierto ejemplo a imitar en el caso de que deseen trabajar más e incrementar sus propiedades y rentas.
El gobierno de un país debe procurar que todo aquel que lo desee tenga incentivos y oportunidades para emprender y ejercitar su iniciativa privada en condiciones de igualdad con otros, esto es, manteniéndose los poderes públicos como árbitros de los agentes privados, sin favoritismos de ningún tipo que distorsionen la competencia en el mercado, esto es, sin privilegiar a unos en detrimento de otros. El Estado debe mantenerse neutral, arbitrando en los conflictos que pudieran ocasionarse entre los participantes en el mercado y creando un ecosistema económico amable con aquel que voluntariamente dedica tiempo y arriesga sus recursos para generar su propio bienestar y progreso.
La desigualdad económica realmente problemática y conflictiva es aquella que se da entre el estándar de vida de un ciudadano común de clase media y una situación de miseria, vulnerabilidad y exclusión social. Esta desigualdad no es ningún modo deseable y es por tanto la que debe atajarse mediante las políticas redistributivas del Estado. Una sociedad puede mantener una cierta cohesión interna dentro de unos niveles de desigualdad material, pero sí ésta alcanza unos umbrales críticos, la sociedad puede tensionarse y descomponerse por su desnivelación interna. Es por ello por lo que la formulación de las políticas sociales debe ir encaminada a hacer realidad la igualdad jurídica dotando de materialidad a la igualdad que no es real en la práctica, pero sin laminar la desigualdad que es ventajosa para el conjunto social porque dinamiza el progreso y recompensa el esfuerzo individual.
La desigualdad económica es pues relativa y depende del contexto social en que nos fijemos. Esto implica trazar un nivel medio de vida, al alcance de una mayoría social de clase media, un sector social que goza de un estándar intermedio de vida dentro de una población concreta, por ejemplo, un país. Éste ha de ser el patrón de igualación para los de abajo. Las políticas públicas habrían de orientarse en incrementar hasta ese nivel la economía de aquellos que se encuentren por debajo, pero sin reducir el nivel de vida que se fija como referente de comparación.
Profesor universitario y doctor en derecho. Investigador en materias de derecho mercantil y regulación de tecnologías digitales. Cultiva el pensamiento filosófico y el análisis de la actualidad política y económica.
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