LA FLECHA CATALANA
Cuando una naciente falange española tuvo que elegir su símbología, emulando al fascismo italiano, no tuvo complicado encontrar su reflejo en el haz de flechas de Isabel I de Castilla. No voy a entrar en la corrupción colectivista de ése y otros tantos símbolos que supuso el gesto, ni en la posterior legitimidad que otras fuerzas políticas encontraron en su defenestración. Es evidente que gran parte de los problemas identitarios que los españoles arrastramos hoy vienen de aquellos polvos.
No traiciono el espíritu liberal si gloso aquí las bondades que proporciona la unión. Dejemos el hecho de que prefiramos que sea voluntaria para posteriores debates de coñac y montecristo, si alguien se anima. Dejo también a un lado el debate de la secesión voluntaria, mejores plumas que la mía ya han diseccionado el independentismo patrio como totalmente opuesto a esa noción.
Se trata simplemente de analizar el fenómeno del separatismo hoy, que si bien aflora con el romanticismo de los años ochenta de hace dos siglos, llevaba latiendo como forma de chantaje y para la consecución de aranceles, privilegios y canonjías desde mucho tiempo atrás. Por ello, no trataré los argumentos de nuestros bisabuelos, sino los de mis hermanos, toda vez que he establecido que éstos siempre han sido, son y serán instrumentales.
Tras los eventos de la actualidad, muy probablemente no existirá una secesión de facto, aunque posiblemente sí una más remarcada de afecto, en tanto en cuanto sigue sin existir un verdadero análisis de la génesis y crecimiento del fenómeno del secesionismo actual y unas correspondientes contramedidas. Los medios de comunicación promocionan debates, es cierto. Esporádicamente, se realizan combates de gallos, plenos de lugares comunes y tópicos que se demuestran como argumentarios precocinados en las entrañas de esos mismos medios y sus amos, y ejecutados por semovientes.
Hoy día, existen principalmente tres tipos de argumentaciones para que “caiga” la flecha catalana (al margen de que sea para obligar a atarla con hilos de oro o poder partirla más fácilmente). El lingüístico, el histórico y el económico-fiscal. Los dos primeros, argumentos románticos y de manofactura escolar, tienen cada vez menos sostén en una Europa joven y rabiosa, la creciente necesidad del conocimiento de las lenguas francas que demanda la globalización hace más difícil justificar la inmersión. Hasta hace poco, el conocimiento de una lengua críptica proporcionaba un halo de superioridad a los iniciados, que veían reforzada su diferencia por una (aunque de invernadero) equivalente superioridad industrial y su correspondiente bienestar social. Que la enseñanza de determinadas asignaturas en una lengua distinta de la materna postergase a los hispanohablantes (que son mitad en Cataluña desde la reconquista) a los escalones más bajos de la estructura productiva y, por tanto, social, por mor de la conservación de una reliquia no muy distinta a las falanges de Sta. Teresa, es una externalidad que cada vez cuesta más ocultar. Simplemente, no es necesario aprender EN catalan para aprender (y conservar) EL catalan.
En cuanto al histórico, es cierto que existen argumentaciones neohistóricas que pretenden trilar el puñado de francos y su dialecto provenzal que cruzaron los Pirineos para ayudar en la reconquista, por la autóctona, fiera e ibérica Corona de Aragón, pero esa mentira, substanciada por ejemplo en la propagación de bulos como la “corona catalanoaragonesa”, tiene las patas muy cortas si sube los suficientemente alto como para asomar en el radar de la seriedad.
El verdadero argumento, que es el cálculo de que en Cataluña se recauda más que su gasto público, apenas es esbozado en los debates, y, cuando se hace, se parte de premisas absolutamente erróneas pero que, curiosamente, el engranaje mediático español ni siquiera cuestiona. Sea por un sibilino interés del estado para que desconozcamos las tripas de su funcionamiento, sea por otra más sencilla y Ockhamniana razón, que básicamente sería el desconocimiento de conceptos de economía elemental y la falta de interés en investigar los datos, se compra sin titubear que lo que se recauda en las sedes catalanas de la AEAT son únicamente impuestos de catalanes, cuando en realidad lo son de catalanes y otros españoles, bien sea porque éstos han comprado un producto catalán y se ha cotizado su IE y/o IVA allí, bien porque el IRPF del trabajador avilesino de una empresa con sede en Cataluña se ha retenido allí, etc. Por otro lado, como ocurre con el cálculo del cupo vasco, el ábaco que suma el total del gasto del Estado en la Comunidad Catalana parece tener alguna bola torcida, como no, al debe.
La mera pedagogía del sistema tributario español, que recauda en todas partes impuestos de todos los españoles, es suficiente para desmontar el manido dogma de las aportaciones regionales, (cuya evolución dialéctica lógica si no es la de nacionalidades históricas). Que habrá que utilizar dibujos animados, también.
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