Los dueños del poder político saben que la prensa libre representa un obstáculo para la conservación de dicho poder. Aunque es muy poco probable que, en el siglo XXI, volvamos a ver hordas de fanáticos nazis quemando libros –meticulosamente seleccionados por el ministro de propaganda–, todavía somos testigos de la obsesión que tienen los políticos con esclavizar a la prensa, convirtiéndola en sierva y cómplice de sus fechorías.
A diario se puede comprobar que cada vez más medios mainstream responden a una ideología, dedicando el servicio que prestan a influenciar en lugar de informar. Que un medio privado tenga su propia línea editorial –aun si su sesgo ideológico es radical y evidente–, no constituye per se una violación a las libertades individuales de terceros, incluso si el mensaje transmitido por tal medio es radicalmente opuesto a las ideas, creencias o ideología de quienes no consumen sus contenidos. Es irrelevante si quienes no comparten el discurso radical de un medio sesgado pertenecen a grupos minoritarios, porque tendrían igual libertad de crear un medio que promulgue su propio mensaje, contraponiendo de esta manera el sesgo de su competidor. En un escenario de libre empresa –sin intervencionismo estatal–, los medios de comunicación están en total libertad de elegir su modelo de negocio. En estas circunstancias, las frecuencias de radio y televisión son negociadas en un mercado libre, las reglas para ejercer el periodismo no las dicta el Estado y el tipo de programaciones y contenidos están a cargo del dueño o dueños de las empresas de comunicación. El poder de decidir qué medios se mantienen en el mercado lo tendrían los consumidores –eligiendo continuamente, discriminando entre todos los contenidos disponibles–. Cuando el Estado se interpone en este intercambio voluntario, es el consumidor el que pierde poder, no necesariamente los medios. Estos últimos –en la desesperada tarea de mantener vivo su negocio– pueden convertirse en siervos del Estado. El peligro surge cuando las empresas responden al poder político regulador, actuando de reproductores, amplificadores y distribuidores del mensaje impuesto por el grupo burocrático de turno en el poder, o cuando omiten determinada información por presiones políticas (censura y autocensura). A mayor intervención, mayor degradación del mercado de la comunicación y menor calidad de los servicios que sus actores prestan. En casos extremos, como Cuba, no existen medios privados, por lo tanto, el único mensaje disponible es el que decide el dictador y su círculo íntimo. Un monopolio estatal en toda su regla.
No existe un “óptimo” grado de intervención del Estado en los medios de comunicación. La libertad de prensa es total, parcial o nula. Ver congregaciones de políticos debatiendo sobre la “forma de regulación” a los medios es una amenaza a la libertad de prensa y de expresión. Lo que en realidad se busca es controlar la comunicación, por lo que el grado de intervención dependerá de los contrapoderes –instituciones que proporcionan protección de los abusos del Estado– y cómo los individuos puedan valerse de estos en defensa de su libertad.
No conozco un ejemplo igual al de Estados Unidos, donde la constitución (ver Primera Enmienda) protege de manera literal la libre expresión, la libertad de prensa, de religión y de libre asociación, prohibiendo al congreso emitir cualquier tipo de legislación que restrinja cualquiera de estas. Sin embargo, existe un organismo estatal –la “Federal Communications Commision” (FCC)– con “legitimación” para intervenir en el mercado de los medios. Si bien no puede imponer contenidos o censurarlos –consecuencia directa de la Primera Enmienda–, tiene autoridad para impedir, por ejemplo, que una entidad posea un periódico y una estación de radio a la vez. La FCC responde al congreso y no al poder ejecutivo; un paliativo a su ya dañina naturaleza, pero una violación de facto a la Primera Enmienda.
Omar López Arce es Ingeniero Mecánico y Máster en Negocios Internacionales. Apasionado por la libertad y escéptico del Estado. Reside en EEUU, donde trabaja para la industria del petróleo y gas.
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