Desde hace semanas se suceden en televisión las tertulias sobre el taxi y los VTC (Vehículo de Transporte Concertado o vehículo con conductor). En las mesas de los magacines matinales se sientan representantes de compañías como Uber, o la española Cabify, y al otro lado del moderador se sitúa el sector del taxi. Estos últimos pretenden defender sus privilegios alegando que la recién estrenada competencia invade lo que ellos llaman su parcela. Dicen que, de acuerdo con la ley, puede haber una licencia VTC por cada treinta licencias de taxi y que en algunos casos la proporción es de una por cada siete.
No termino de entender qué es eso a lo que ellos llaman “su parcela”. ¿Somos los potenciales pasajeros propiedad de unos o de otros?, ¿es que no tenemos derecho a elegir libremente cómo queremos desplazarnos? El taxi lleva décadas disfrutando del privilegio de ostentar el monopolio, han aprovechado esa situación para especular con las licencias y ahora ven que el progreso pone en riesgo esta posición desigual que favorece a unos pocos en perjuicio de una gran mayoría. Ha llegado la competencia y los taxistas reaccionan pataleando de forma pueril y violenta a partes iguales.
¿Imaginan a los empleados de banca protestando cuando llegaron los cajeros automáticos?, ¿los carteros se organizaron para oponerse al correo electrónico? Todos sabemos que la competencia es buena, que nos beneficia a todos, pero especialmente al consumidor. Cuando se popularizó tener un televisor en casa, las salas de proyecciones cinematográficas entraron en crisis, pero supieron superarla. Décadas después, con la llegada de Internet, y de eso a lo que la SGAE llama piratería, cines y videoclubs parecían estar condenados. A los primeros llegaron, por una parte, las proyecciones en tres dimensiones acompañadas de efectos especiales cada vez más espectaculares, por lo que quien quisiera disfrutar plenamente de un estreno debía acudir al cine. Por otra parte, crearon una campaña de marketing a la que llamaron La fiesta del cine, consistente en ofrecer de forma periódica suculentos descuentos. También dan al espectador la posibilidad de comprar el acceso a los pases por Internet, de forma cómoda ahorrándose las colas en taquilla, y programas de fidelización. En definitiva, se adaptaron, supieron competir.
La reacción del taxi ha sido bien distinta. Ellos actúan al más puro estilo de una mafia, intimidando y quemando vehículos. No piensan renunciar a sus privilegios de forma pacífica, no tienen intención de aceptar la llegada de la competencia como sí la han aceptado en otras partes del mundo, donde las nuevas opciones de transporte conviven sin conflictos reseñables con el taxi.
En la provincia de Las Palmas este problema no es nuevo. Los taxistas de los municipios más turísticos se han proclamado desde hace muchos años dueños del transporte de quienes vienen a las islas en viaje de ocio y placer. Recientemente pusieron en el punto de mira a una popular terraza de la capital grancanaria porque esta ofrecía a sus clientes la posibilidad de desplazarse hasta el negocio en una limusina. Cualquier forma de transporte que no sea la que ellos ofrecen la consideran competencia desleal. Incluso entre ellos mismos se pelean por ver quién puede y quién no puede recoger a pasajeros del único aeropuerto civil con el que cuenta la isla.
En todo este asunto los ciudadanos tenemos mucho que decir. Ellos a sus privilegios los llaman derechos, pero aquí el único derecho que está en juego es el que tenemos los usuarios a elegir cómo queremos desplazarnos. Exijamos ese derecho y cuando escuchemos a un taxista hablar de su parcela digámosle que no somos suyos, que queremos decidir.
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