[PUBLICADO EN LA NUEVA ESPAÑA EL 5 DE OCTUBRE DE 2018]
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El rodillo avasallador del nacionalismo y la infame aplicación de la inmersión lingüística convertida en ahogamiento, tratando de arrinconar y reducir a la mínima expresión la lengua compartida, la de todos, ha creado una situación no sorprendente pero sí inquietante: que en su propio país, los ciudadanos tengan que echarse a la calle a recabar apoyos para defender su idioma común. Su patrimonio lingüístico.
Es a lo que se ha afanado Hablamos Español en diversos puntos de Asturias (también en ciudades de toda España) con una recogida de firmas por parte de sus voluntarios que contó con el apoyo de El Club de los Viernes y la Plataforma contra la Cooficialidad. Salvo los esperados exabruptos de algunos ceporros de cerebro descampado, he de decir que la respuesta ciudadana fue ejemplar y esperanzadora, casi se diría que había en ello un asomo de belleza. Personas de todas las edades, individualmente o familias enteras, que se acercaban a las mesas a estampar su firma y desear suerte, compartiendo la preocupación colectiva y señalando el absurdo casi grotesco de que sea necesaria tal iniciativa. Pero lo es, muy a nuestro pesar.El español es una lengua universal e histórica que sólo está amenazada allí donde brotan los nacionalismos periféricos con ínfulas de supremacismo, aunque sólo sea complejo, doctrina y desconocimiento. No es posible negar ahora la fuerza de nuestro idioma, herramienta rica, útil y diversa, nación sin fronteras que cruza un océano para extenderse desde California hasta Tierra de Fuego y une y comunica a 500 millones de personas. Adscribirle hoy persecutores al español es de un cerrilismo feroz, que sólo evidencia la cortedad de miras y el recalcitrante aldeanismo del que, para reivindicar lo singular, arroja piedras sobre el tejado de lo plural, que también es suyo.
En Cataluña, por ejemplo, usan la lengua, mal ensalivada, como los lazos amarillos: un símbolo de identificación grupal, que señala más al que no hace uso que al que lo ostenta para integrarse en la masa identitaria. El castellano está prácticamente erradicado de las instituciones y de la enseñanza primaria y secundaria, y las nuevas generaciones, temo que crecerán sin leer a paisanos suyos como Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Josep Pla o Vila-Matas, pues nadie les dirá que son tan auténticamente catalanes como cualquiera de ellos, y así se irá yendo todo por el duro y gris sumidero donde van a parar la razón y la cultura.
Mientras, más que resignarnos, nos queda dar un paso al frente. La mayor fuerza que puede adquirir la sociedad civil es la que sale de sus ciudadanos, uniéndose bajo el compromiso político y ético de defender sus libertades. No sólo la libertad de lengua se ve acorralada, sino todas las libertades, como puede comprobar cualquiera que a día de hoy se dé una vuelta por la vida. Están amenazadas por un neofascismo galopante, reprobatorio y puritano, al que le apasiona prohibir, censurar, imponer, silenciar; purgar todo aquello que no encaje con su retorcida y totalitaria manera de entender el mundo…«»»
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